Le gustaba disfrutar del último hálito de vida de las hojas secas. Cada vez que veía hojas secas debajo de los arboles las pisaba descalza. Bueno. Estuvieran donde estuvieran las pisaba, pero más disfrutaba cuando estaban a la sombra del árbol que las dejó caer. Antes de pisarlas ya se imaginaba el sonido crujiente. <> pensaba y se lanzaba de lleno con sus pisadas a aplastarlas. Más gracioso era cuando había muchas hojas secas y todas dispersas, porque Aurora, la niña de la que les hablo, se ponía a saltar de un lado a otro haciendo resonar en el ambiente ese musical crujido de hojas. Imaginen, entonces, cuanto adoraba a la hojarasca. Era para ella una superficie fascinante.
Ella tenía 12 años y ya había leído más de cien libros de fantasía y de cuentos surrealistas en donde todo lo irreal es, simplemente, lo real. Para ella este tipo de lectura no significaba una suerte de escape o mucho menos, sino que sentía que ella misma pertenecía a otros mundos. Ella tenía 12 años y ya había leído más de cien libros de fantasía y de cuentos surrealistas en donde todo lo irreal es, simplemente, lo real. Para ella este tipo de lectura no significaba una suerte de escape o mucho menos, sino que sentía que ella misma pertenecía a otros mundosplacer. Un día German Morales estaba sentado en el balcón de su casa. Era una casa grande que siempre parecía estar deshabitada para los que deambulaban por primera vez por ese camino. Pero no. En ella vivía este anciano escritor que pasó su vida entera avocada a los libros y a la escritura anónima. Tuvo hijos pero ya no estaban.
Tuvo mujer pero ya se había ido a los recónditos rincones de quizás que galaxia. German era amigo de Aurora y por eso es debido contar esta historia. Ese mismo día Aurora estaba terminando de leer por tercera vez uno de sus libros favoritos. “El sendero de la espada galáctica” se llamaba. Estaba debajo del sauce el cual dejaba caer una sombra que la cubría por entero del tórrido verano. Había viento fresco, además, y su madre, su padre y hermano estaban en el pueblo comprando alimentos para la comida de verano que hacían todos los 15 de enero. Aurora tenía planeado algo, pero quería terminar el libro antes. Las hojas del libro cuando las corría para cambiar de página resonaban en el patio y las sombras parecían disolverse entre ellas. Las ramas que caían del sauce se sentían como agua refrescante. Su patio era un rectángulo de unos 20 por cuarenta metros y en el centro estaba el sauce.
lo terminó y dejó el libro. Cuando iba saliendo su familia venía llegando cargada de bolsasdijo su madre acezante dijo Aurora saliendo sin más decir y rauda por el camino de piedras dijo su padre entrando detrás de la madre y el hijo entrando en tambaleos por el peso de las bolsas que contenían mercadería del mes y la comida y bebidas para la cena.
Iba con chalas para ahorrar tiempo en caso de que se encontrara con hojas secas. Esto porque prefería pisarlas descalza. Sentía que la razón de las hojas se le subía por la piel y le tocaba el alma. Al estar descalza podía no sólo sentir el sonido de las hojas secas quebrándose debajo de sus pies sino que podía sentir su esencia en el cuerpo. El sol estaba quemante y las arboledas del camino de piedras ayudaban un poco, pero las copas que le otorgaban sombra aparecían cada cierto tiempo en una intermitencia de sombra y sol. Pero ya estaba llegando. Iba sudando un poco y su vestido rojo se dejaba mecer por las ventoleras esporádicas. A ratos se le salían las chalas y le daba pisoteadas a las piedras. Aun así no caminaba por encima de ellas, sino que se fue por la orilla del camino donde había tierra casi blanca acumulada por el tiempo. Le quedaba poco para llegar.
En casa la madre de Aurora, Florencia Fuentes, ya había terminado de dejar en la alacena la mercadería comprada en el pueblo. Antonio, el hermano de la niña, estaba en su pieza viendo televisión aguantando los 33 grados de calor que allí parecían ser 55. Y Manuel Jara, el padre, estaba en su estudio trabajando en un cuento. Era escritor. Por él, Aurora sentía tanto amor por los libros. La casa era blanca y espaciosa. Tenía un comedor que contenía una mesa para 10 personas. En el centro del mueble había un florero con amapolas rojas y, pese a estar desde hace 5 días, aún desprendía perfume. La cocina era también espaciosa. Y el estudio de Manuel estaba justo enfrente del comedor y la cocina y parecía ser una jaula abierta en donde él se concentraba en su imaginación pero dejaba entrar a quien fuere.
Allí todos los acontecimientos tenían un significado que prontamente podrían transformarse en un cuento de fantasía. Florencia era maestra de matemáticas, por lo que siempre era la que ponía la cuota de cordura en el hogar. Antonio era un niño de 6 años que se la pasaba frente al televisor y a ratos le gustaba caminar por el campo con su madre y con Aurora que siempre le leía cuentos que su padre había escrito. La cosa es que estaban en las suyas. Llegó la noche, ya eran las 9 y Florencia estaba sacando de la olla las papas ya cocidas. Tenía casi listo los porotos verdes y el tomate estaba ya picado. Antonio estaba con su padre en el patio asando carne y le decía <> el padre sentía que algún día tendrían la conversación. Los tres no se explicaban porque Aurora se había ausentado tanto. Cada uno a su manera y ya parecían preocuparse. dijo la madre saliendo de la cocina al patio con las papas en una fuente. dijo Manuel entrecerrando los ojos por el humo. dijo Antonio acercándose a Florencia.
En ese momento sintieron al crujir metálico de la puerta de calle. <> dijo Florencia yendo hacia el patio delantero con la fuente de las papas en las manos. Al llegar vio algo que la incomodó mucho. Venía entrando Aurora con un señor de muy avanzada edad. Venía vestido de frac negro, corbata y zapatos muy bien lustrados. Tenía la mirada de un ser solitario y de muchas vivencias tristes por lo que la felicidad la había alcanzado a punta de sufrimiento. Se quedaron ambos mirándose y Aurora le tomó la mano. Era German Morales y traía un vino en sus manos. dijo apresuradamente la niña mostrando un nerviosismo que hacía escapar el miedo a que lo echaran. continuaba. En eso Manuel venía con el pincho de la carne y pudo ver la escena. dijo entendiendo de inmediato la situación. repitió Aurora y dejó en el aire la frase para simplemente esperar a que sus padres admitieran a su amigo. dijo el anciano acostumbrado a estar solo y alentó su paso hacia la calle. dijo invitándolo a pasar y admitiendo que la cena se podía compartir con otras personas.
Florencia se adhirió a la idea de Manuel y ambos aceptaron la intención de Aurora de invitar a don German. Pasaron por el costado de la casa y se fueron al patio trasero donde la carne seguía humeando y donde Antonio la observaba absorto, quizás pensando en que animal era ese que ahora estaba siendo asado en una parrilla. Estuvieron, mientras la carne se asaba, conversando de libros y estilos mientras Antonio y Aurora escuchaban y Florencia terminaba de poner la mesa. Manuel no quiso hacerle preguntas íntimas a don German, como por que nunca había publicado. Porque vivía solo en la casa del balcón. Pero si le preguntó cómo es que conocía a su hija.
estaba sentado en mi balcón y había dejado como de costumbre un libro en la banca que está fuera de mi casa. De pronto pasó Aurora y lo vio. Lo tomo en sus manos. Lo revisó y lo dejó donde mismo estaba. Eso me causó extrañeza, así que le grite desde el balcón <> Aurora me dijo desde afuera que ya lo había leído. En ese momento supe que podría ser su buen amigo y que ella podía visitar mi biblioteca cuando quisiera. dijo Manuel más sorprendido por ese hecho que por la amistad que tenía don German con su hija.
Así es señor Manuel. Cada cierto tiempo dejo libros en mi banca o en alguna banca de la plaza del pueblo. Es algo que vengo haciendo hace muchos años. dijo Manuel interesado. y como he sido un solitario empedernido me propuse dejar cada cierto tiempo libros que me han servido mucho para crecer como persona.
Aurora estaba mirando el cielo estrellado de verano y parecía que algo se le había ocurrido. En eso Florencia llamó a todos a pasar a la mesa. Manuel puso la carne en una olla y todos entraron en silencio al comedor. La comida estuvo amena. Hubo poco silencio. Don German continuó con su historia de los libros en las bancas y Aurora lo escuchaba absorta. dijo don German sirviéndose porotos verdes. al igual que usted los libros me han dado mucho y a los 20 años decidí dedicarme escribir. Es un trabajo duro pero muy gratificante. He podido publicar, gracias a Dios, y vivir de ellos. dijo don German aun fascinado con el comentario de Manuel. preguntó Florencia ofreciéndole más vino. dijo don German con su vaso a medio llenar de vino.
dijo Manuel. Eehh, podría ser. dijo Aurora tomando bebida. dijo don German. Durante esa conversación Antonio comió tranquilo un poco ayudado por su madre. A ratos iba al baño, a ratos se paraba a jugar con algún juguete que estaba tirado por el comedor. La cena terminó cerca de las 11 de la noche y don German se mostró muy agradecido. La familia entera agradeció su visita y no dudaron en invitarlo otro día. Él se fue a las 11:30 de la noche luego de una sobremesa muy acogedora. Florencia y Aurora ordenaron y lavaron la losa y Manuel levantó la mesa luego de ir a ver la parrilla al patio. Antonio se quedó dormido en el sillón y cuando Manuel se lo llevó a su pieza. Florencia y Aurora ya pensaban en acostarse. A eso de la media noche, todos estaban en su habitación entrando al sueño mientras Antonio ya iba en el tercero.
En la mañana siguiente Aurora tenía ya en su mente una idea muy cristalina. Se levantó de las primeras y tomó desayuno. Era domingo y los huevos se sentían sabrosos en la paila. El té que calentó en la tetera desprendía un perfume acogedor. Y el sol y el frescor de la mañana entraban por la ventana del comedor que ya había abierto. Se sentó a comer y Florencia le preguntó desde su dormitorio porque se había levantado tan temprano. Aurora le respondió que tenía algo importante por hacer. Florencia, confiando en su hija, no hizo más nada que remolonear un tanto más en su cama junto a Manuel que aun dormía. Antonio estaba ya en el sueño número veintitrés. Aurora estuvo observando el humeante té y disfrutando del olor del huevo revuelto un poco abstraída. Tenía el pan en sus manos y a través del humo del té podía ver el sauce y su sillón de mimbre. Aún estaba sobre el sillón el libro que estuvo leyendo el día anterior antes de ir a buscar a don German. <> todo esto pensó cuando la noche anterior don German explicó porque dejaba libros por ahí mientras ella miraba al cielo.
Por esto decidió salir todos los domingos a dejar un libro en la plaza de su pueblo a primera hora y luego pasaría donde don German a contarle quien lo había tomado y que expresión habría adoptado la persona que lo cogería y anotaría todo en una libreta. Qué libro dejó y la expresión de la persona al tomarlo. Tuvo la idea de tomar una foto al momento en que cogen el libro, así que terminó su desayuno, dejó su taza y losa en el lavaplatos mientras un viento fresco entraba por la ventana, fue por su cámara fotográfica y luego por el libro que estaba aún debajo del sauce. Salió muy diligente mientras justo al cerrar la puerta de la reja de calle su madre se levantaba a ver si aún estaba tomando desayuno.
Las campanas ya habían dejado de repiquetear. El cura ya se estaba yendo y en la plaza había un sol reconfortante. Las hojas seseaban con el generoso viento de verano. Había poca gente en el lugar. Ninguna banca estaba ocupada. Tomo su libro y lo dejo en una. Luego se alejó y se puso detrás de un árbol. Después de 20 minutos una mujer con su hijo lo vio. Se detuvo a observar si había alguien que lo hubiese olvidado. Sintió duda pero luego se acercó y leyó sin tocarlo el título. Luego lo tomo. Lo hojeó. Lo cerró y volvió a ver el título e intermitentemente buscaba a su dueño mirando por el rededor de la plaza. Hizo un gesto de resignación y se fue con el libro debajo de su brazo mientras su hijo le preguntaba qué era eso. Aurora le alcanzó a tomar una foto y luego se fue directo a la casa de don German a contarle lo sucedido.
Escritor: Sergio Reyes