Sonríe.

“Le Havre”, supone el encuentro de un limpiabotas con un niño refugiado de Ghana, una reflexión sobre la solidaridad. En esta película abundan dos colores, el azul y el amarillo, dos colores antagónicos que rodean a los protagonistas, afianzando la idea de que los lazos y el cariño y la solidaridad que unen a la gente son más fuertes que la desconfianza o el odio. A lo largo de los 93 minutos que dura esta película finlandesa, no dejan de sucederse planos cargados de una u otra manera con los colores propiamente dichos, en todos y cada uno de ellos, aparecen, ya sea mediante vestuario o escenografía, o a través de la luz, en exteriores o interiores. La armonía con la que encajan estos colores, hace que el espectador no los perciba en exceso, ni tan siquiera se dará cuenta. Colores otoñales, crepusculares, afinados, saturados, asaltan el ojo con frialdad y calidez, armonizados por el característico azul viral como si de un cuadro de Patinir se tratase.

El cine, hace uso de diferentes artimañas, para concentrar tus sentidos con un único fin, adentrarte en su ficción. Notas musicales, efectos de sonido, movimientos de trucos de magia artificiosamente conjuntados para asestar un zarpazo emocional. El color, dicta la norma, no es más que una percepción a través de la luz, sea cual sea su intensidad o naturaleza. Sin embargo, el cine, aunando las diferentes fullerías para convencerte de que otra realidad es posible, para sensibilizarte con su protagonista o, simplemente, dejarte llevar, hace que el color, no solo sea una percepción o sensación, lo inyecta en la sangre que recorre tus venas, entrañas …

Les invito a desayunar una rebanada de pan, sin la compañía de esa taza de café, les insto a cenar un plato de pasta sin adherir ningún tipo de salsa, prueben a ver el desembarco de Normandía en “Salvar al Soldado Ryan” sin sonido, intenten desaturar los colores de su televisor antes de disfrutar de “Amelie”… No hacen falta más palabras para sentir esa indigestión de carbohidratos o atragantarse con su tostada.

Es por esto, que los cineastas, mimamos cada parte de nuestra obra, cuidamos cada trazo de nuestra obra, afinamos cada instrumento sin que pueda desentonar ninguno. todos sus sentidos y los de los instrumentistas que le rodean para elaborar una película breve pero intensa, minuciosamente trabajada que evoca una realidad transparente, una realidad palpable, un presente que no es ajeno a nadie. Un fenómeno, la migración. En la actualidad, somos multitud de jóvenes los que abandonamos nuestras raíces para afianzar un futuro mejor. Lo hacemos con los ojos cerrados. Ojos que cerramos tiempo atrás, cuando vimos que la maquinaria dejaba de funcionar. En esta realidad donde nos hallamos, una triste realidad, descompuesta, sin color, una realidad donde no funcionan los artificios de los que se nutre el cine para poder hacernos volar.

Estas palabras, nacen de la necesidad de eludir la inactividad que el desempleo provoca en quienes lo sufrimos. Nace durante un período de creatividad, dedicado a dejar de soñar y empezar a afrontar la realidad. Nace de un folio en blanco y un mente embriagada de ideas. Nacen desde lo alto del precipicio. Nace desde dentro, desde las entrañas que el cine a osado torturar y satisfacer al mismo tiempo. Pero en estas mismas tripas aguarda un ser, un ser que no ha de ser destruido sino por el tiempo y en este rostro se halla una sonrisa. Una sonrisa mueve diecisiete músculos, activa la circulación sanguínea, hace que el cerebro produzca endorfinas que reducen el dolor físico y emocional y provee una sensación de bienestar. Nuestra realidad es otra. Sonríe.

Escritor: Víctor Nores

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