A lo largo de la historia, diversas culturas hasta nuestros días han utilizado el silencio para acudir a la relajación, la recapacitación y la evasión de la rutina. Por otro lado, la música roza el lado emocional y sentimental del ser humano para teñirlo y ambientarlo de recuerdos y experiencias, tanto únicas como pasajeras. Aunque ¿no es cierto que existen semejanzas en los usos que se le dan al silencio respecto a la música y que ambos se perciben de la misma forma? El hecho innegable de que algo los une surge con la intervención del concepto ‘sonido’.
Hasta donde entendemos, a la música podemos escucharla, en cambio, el silencio parte de la abstinencia sonora o musical. Pero antes deberíamos reparar en algo, ¿qué es la música? ¿Dónde se encuentra? Si la definición oficial es “ El arte de vincular los sonidos en el tiempo”, se entiende que cualquier sonido desarrollado por un objeto o de la forma adecuada y que guarde patrones rítmicos, melódicos y/o armónicos, es teoría para comprender la evolución de la música en cada rincón del mundo.
En consecuencia, la música está en el ser vivo. El corazón posee un sonido rítmico que acompaña a tu estado físico en este momento. La respiración sigue el mismo orden y gracias al oído podemos comprender el sonido de ese aire que nuestras vías respiratorias generan hacia el exterior. Los ojos se abren y cierran mientras lees estas palabras de forma sincrónica y siguiendo un encargo motriz de tus directrices. Si por el contrario estuvieras incapacitado de la vista y el oído, podrías sentir las vibraciones del aire de tus pulmones mientras que estas letras serían degustadas con uno de los mayores emblemas y legados del hombre: sus manos.
Partiendo de algo tan básico, vemos cómo el ser humano está impregnado de música ni las incapacidades físicas más retorcidas que tratan de apartar a nuestro ser de ella pueden conseguirlo. Ni mucho menos todo acaba aquí, más bien todo lo contrario. Abrir nuestros sentidos ante la naturaleza que nos rodea, despierta en nosotros un mundo cargado de música evocada por nuestros artificios, por la tierra y sus recintos, tildados con sonoridades peculiares, especiales y personalizadas de cada uno de ellos. Todas esas fuentes de sonido han despertado las inquietudes y emociones del ser humano desde su primera etapa de evolución y desarrollo, haciéndole acoger una sensibilidad única y pura que le ha llevado a convivir con ella a lo largo de toda su vida de forma inherente.
Este vínculo asociado a la naturaleza del ser humano ha hecho de la música una necesidad para nuestra especie por varios pilares fundamentales: el raciocinio melódico, rítmico y armónico que influye en el aprendizaje de nuestras acciones mecánicas cotidianas, como caminar, correr y respirar; su presencia en nuestra expresión tonal a través de la voz permitiéndonos una comunicación expresiva que despierta a la tristeza, la alegría, la rabia; y su influencia en nuestra forma de sentir según qué impactos sonoros sean puestos en contacto con nuestro cuerpo, como la aceleración de nuestro ritmo cardíaco cuando escuchamos aquella canción que nos trae recuerdos emocionantes.
Por lo tanto, se puede observar que la música facilita nuestra coordinación física y mental, que incide en nuestro comportamiento orgánico y que influye en uno de los aspectos sociales de la comunicación más importantes como lo es la expresión tonal. Pero, ¿y el silencio? Siguiendo la pauta lógica, el silencio es todo aquello que no podemos percibir, el pacto social que desarrollamos para hacer una pausa en esa coma o punto y aparte.
Es aquel del que se suele disfrutar cuando queremos aislarnos de nuestro entorno para encontrarnos con nosotros mismos. Solo que, ¿es cierto todo lo que creemos sobre él? El compositor e instrumentista del siglo XX John Milton Cage, investigó a fondo las particularidades del ruido y, en concreto, del silencio, con la idea de descubrir los entresijos del mismo. Todo terminó, o más bien empezó para él, cuando entró en una sala construida para absorber todo tipo de ondas acústicas y electromagnéticas con el objetivo de alcanzar el silencio absoluto. Resultó una tarea imposible, pues lo único que percibió fue el sonido de la sangre bombeando su corazón.
Si nuestro organismo está en constante funcionamiento creando sonidos rítmicos y sincronizados, se entiende que la música está dentro de nosotros y que el silencio no es plausible para los organismos vivos. Sin embargo, sí es apto para existir de forma complementaria como término racional en cada cultura, enlazada al sentimiento y a la emoción del momento en el que lo percibimos. Por ende, es posible disfrutar de ese momento de evasión alejados del ruido o del bullicio, de la relajación o de la recapacitación. Simplemente, lo hacemos en conjunción con la música de nuestro organismo.
Escritor: Miguel Mozo Colmenero
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