Cuántas veces, como el Ave Fénix, debemos resurgir de nuestras cenizas! Elegimos renacer, más fortalecidos que nunca, dejando de lado nuestras preocupaciones, decididos a dejar que las cosas fluyan, a vivir el hoy, el día a día, a forjar un buen presente para tener un futuro mejor.
A veces Dios, la vida, el destino, el universo, como cada uno quiera llamarlo, nos pone pruebas. Nos pone “a prueba”, nos enfrenta con nuestros mayores temores y prejuicios, para que los enfrentemos y nos traguemos nuestras palabras; nos pone a todos en igualdad de condiciones. Lo que hagamos con estas pruebas es lo que marca la diferencia… Podemos elegir vivir en la victimización toda la vida, pensando que todos los astros están en nuestra contra, o podemos optar por aprender de lo sucedido, dibujar en nuestro rostro la mejor sonrisa y enfrentar la vida, sin miedo al mañana, donde solo importe el hoy.
Pero nadie nos dice que este proceso es sencillo, ni tampoco que es igual para todos. Cada uno lo atraviesa a su manera y durante el periodo que lo considere adecuado.
¡Sería tan fácil, rápido e indoloro colocarle un parche al corazón! Pero no, lamentablemente no es algo que se pueda arreglar con hilo y aguja. Solo se logra con el tiempo… Frase trillada si las hay, pero realmente cierta.
El tiempo es el mejor doctor para cuando lo que duele es el alma. Sin embargo, aún cuando sabemos qué, o mejor dicho quién es el que provoca semejante dolor, pareciera que disfrutamos de esta situación y nos encargamos de mantener latente tanto pesar. En vez de dejar que el tiempo haga lo suyo, nos ocupamos en seguir echando más leña al fuego, en continuar con los pensamientos negativos, insistir con los famosos “qué hubiera ocurrido si…” y lo peor de todo, elegir vivir en el recuerdo, aferrados a un pasado que sabemos muy en lo profundo de nuestro ser que no tiene futuro, pero aún así decidimos mantenerlo presente, pero… ¿para qué?
Optamos por la autoflagelación, cual religioso que ha cometido un pecado mortal. Comenzamos a agredirnos verbalmente, a creernos todas esas palabras dolorosas que nos dijeron, sin saber que nuestro inconsciente no juega, nos escucha, cree en todo aquello que decimos, y como solamente repetimos una y mil veces palabras negativas, piensa que nos agradan, entonces actúa y nos brinda su mejor espectáculo.
Sin embargo, como a toda estrella, le llega su ocaso y comienza a aburrirnos, o dicho de otra manera, comenzamos a aburrirnos de nosotros mismos, cuando nos miramos al espejo y no nos agrada la imagen que nos devuelve, no reconocemos a la persona que allí vemos, ya que solo somos una parte de lo que algún día fuimos. Es ahí cuando no nos distinguimos, observamos que en nuestro rostro ya no está esa sonrisa, aquella que nunca se tendría que haber ido. Nuestra mirada tampoco es la misma, sólo refleja tristeza y soledad (por algo dicen que los ojos son el espejo del alma).
Dejamos de preguntarnos el porqué y nos centramos en el para qué. Porque en esta vida nada es casual, todo, absolutamente todo nos ocurre por algo. Depende exclusivamente de nosotros que ese “algo” se convierta en nuestro maestro y no en nuestro verdugo; que podamos ver más allá del sufrimiento y aceptemos la realidad; que de una vez por todas reconozcamos que nada ni nadie tiene el poder para controlar nuestras vidas, ni mucho menos juzgarlas. Es en ese preciso instante, cuando por fin tenemos la verdad ante los ojos, que optamos por dejar de victimizarnos, tomamos conciencia que ya fue suficiente castigo, nos secamos las lágrimas por última vez y escogemos renacer de nuestras cenizas, fortalecidos de la situación, dispuestos a continuar, a avanzar en el trayecto hacia nuestros sueños y creciendo como seres humanos.
Nunca debemos desanimarnos, pues somos dueños de nuestro propio camino.
Hemos renacido. Ahora somos aves, y como tales tenemos alas que nos permitirán volar, en una dirección determinada o sin rumbo fijo, donde nos lleve la corriente. No importa. Lo importante es nunca dejar de volar…
Escritor: Norma Díaz