La razón más importante del inmovilismo del sistema política era, sin duda, la ausencia de alternativa al régimen de la Restauración. Como ha escrito Balfour, los militares, tradicionales árbitros del cambio político, estaban divididos, no gozaban de ninguna popularidad y dudaban sobre su papel en la España postimperial. Los carlistas no eran ya una amenaza.
Y tampoco los republicanos fueron capaces de organizar ningún ataque eficaz contra el sistema. En realidad, los republicanos, que tenían una base incierta.
entre los trabajadores en una época que ya empezaban a organizarse los partidos y los sindicatos de clase (socialistas y anarquistas, especialmente), y que, excepto los federalistas, aceptaban el modelo de nacionalismo dominante, una vez producido el Desastre, esperaron en vano una revuelta popular o un pronunciamiento militar que les fuera favorable. La realidad es que la prensa republicana limitarse a tronar contra el régimen por haber perdido las colonias.
En los meses posteriores al Desastre España dio cuenta de que el sistema de la Restauración se basaba en una sociedad desmovilizada y controlada por la protección que dispensaban los jefes políticos, los denominados caciques, mediante una jerarquización del clientelismo que se extendía desde Madrid hasta la más pequeña ciudad de provincias. La opinión pública no existía. Era, lo sumo, un producto de la oligarquía dominante y de las élites urbanas que controlaban la vida política, dirigían el ejército, eran propietarios de la tierra y de las empresas y publicaban los periódicos.
Los partidos políticos dinásticos no eran organizaciones de masas, sino representaban, aunque con imperfecciones, los intereses de este estrecho abanico de elites. Y la base de los partidos de la oposición, o de los partidos extraparlamentarios, era demasiado limitada tanto geográficamente como numéricamente para representar un desafío serio al régimen.
Sin embargo, Francisco Silvela intentó una apertura del régimen cuando se hizo cargo del gobierno el mes de marzo de 1899, en el que introdujo representantes de la burguesía catalana, en concreto el jurista Manuel Duran i Bas como responsable de Gracia y Justicia. Pero tanto la necesidad improrrogable de afrontar el déficit de la guerra con la política económica que dirigió Fernández Villaverde, imposibilitó la reforma del ejército que pretendía el general Polavieja, único general de prestigio que había renunciado a hacerse con el poder y aceptado de colaborar con Silvela, e hizo también imposible dar satisfacción a las pretensiones económicas y fiscales de la burguesía catalana que, lentamente, ir decantándose por el nacionalismo. Además, ni Silvela ni el ejército tenían veleidades regionalistas más allá de las estrictamente folclóricas y populares.
Por otra parte, la reforma del régimen desde dentro (en la que tanto insistió Maura unos años más tarde) era un objetivo imposible, dado que reformar la administración pública significaba desmantelar la maquinaria a través de la cual los conservadores y los liberales mantenían su absoluto dominio sobre la vida política española mediante el ejercicio del nepotismo y del clientelismo. Silvela intentó lo imposible: modificar la ley electoral (lo que hizo en 1890) sin cambiar, sin embargo, los viciados mecanismos que sostenían el sistema.
La legitimidad de la oligarquía que había propiciado la Restauración en 1875 se basaba en un consenso para mantener el consenso entre las élites subordinaron torno a algunos intereses comunes: los beneficios del imperio para el comercio, el ejército, la burocracia y la Iglesia; la protección de la industria española frente a la competencia extranjera, la necesidad de evitar el resurgimiento de los disturbios carlistas y republicanos, y el temor a una revuelta desde abajo.
Los casi veinte y cinco años de relativa estabilidad que siguieron al acuerdo de la Restauración en 1875, tras las turbulencias de la primera parte del siglo, parecían haber consolidado el régimen. Pero la pérdida del imperio vació este consenso de buena parte de sus objetivos: privó a sectores de la burguesía de un mercado crucial para sus productos, eliminó la burocracia colonial, minó la confianza de los militares en el sistema político y privó la Iglesia de su influencia sobre las colonias, aunque no sobre el mismo régimen.
El Desastre, en definitiva, dejó al descubierto la vaciedad de la Restauración, y condujo los militares, los catalanes y determinados sectores de las clases medias, entre otros, a cuestionar su alianza con el régimen.
Una de las primeras respuestas que se dieron a la crisis colonial puerta, como sabemos, el nombre de Regeneracionismo, un movimiento que surge de la profunda decepción de ciertos sectores intelectuales ante la derrota.
El problema nacional, publicado en 1899, es una muestra gráfica de la situación española del momento. La cólera de los regeneracionistas, con Joaquín Costa y Basilio Paraíso a su frente, se dirigía, naturalmente, contra el sistema político que había producido una clase política que ellos definían como un tumor o excrecencia antinatural del cuerpo de la nación. Esta facción extraña ejercía el poder mediante un sistema de clientelismo y corrupción que se definía con la expresión caciquismo.
Así pues, las verdaderas fuerzas del progreso estaban atrapadas bajo la superficie; bastaba extirpar esta facción extraña para librar sus energías reprimidas. Los agentes naturales de esta transformación debían ser las élites intelectuales y económicas, que se apoderarían de los resortes de del Estado para llevar a cabo la modernización del país y supervisar, en palabras de Costa, una reintegración de España en la historia de la humanidad.
Los regeneracionistas propugnaron una amplia descentralización económica y administrativa, un servicio militar obligatorio sin redención ni sustitución y la revisión de las recompensas militares otorgadas en las últimas guerras coloniales.
Pero lo más desalentador para los regeneracionistas fue que, a pesar de tanta oratoria y tantas ideas, nada parecía cambiar. Terminada la regencia de María Cristina, le sucedió el joven Alfonso XIII el año 1902. El año anterior, Sagasta, el político más desprestigiado por el Desastre, había formado nuevo gobierno.
El concepto de regeneracionismo había sido expropiado, pues, por el sistema establecido y vaciado de contenido. Como eslogan político estaba en boca de todos y podía aplicarse a cualquier cosa. En una novela publicada en 1903, Pío Baroja describe que en un rótulo de un zapatero de banquillo había escritas estas palabras: «se regenera calzado».
Autor: Wang Jung