Como es sabido, el pluralismo liberal de la Restauración era un pluralismo garantizado de antemano. Descansaba en el compromiso, escasamente liberal, de la renuncia a la competencia por el electorado y prolongar la agitación política. Tenía que recorrer, de manera más bien autoritaria, al principio de la soberanía compartida entre el Rey y unas Cortes «fabricadas» lo que a menudo incluía disuasión y transacción-a raíz de la convocatoria electoral.
Los gérmenes, bien comprobables, de la politización popular de la primera mitad del siglo no se prolongaron en España en la difusión de los ideales cívicos y participativos, al estilo del proceso que erosionó definitivamente el poder de los notables en la Francia de la III República.
Pero este subdesarrollo tardío del espacio público en España no se puede hacer descansar en la pervivencia de viejas y estables influencias sociales. De otro modo, se consolidó con la colaboración eficaz de muy buena parte de los herederos del progresismo y de los políticos de raíces sociales modestas que, a cambio, aseguraban su
participación efectiva en el poder y en el consenso cotidiano.
Por bien que incluía algunos elementos antiliberales, el régimen fundado por Cánovas garantizaba una dosis innegable de pluralismo, que le ganó la colaboración de muy buena parte de las corrientes progresistas y democráticos. Este tipo de entendimiento para construir el pluralismo político de espaldas a la opinión pública no era hijo directo del fantasma de la subversión social o, al menos, esta no es una fórmula evidente. La generación que estableció el sistema canovista y que aún estaba en el poder el 98 se encontraba marcada por la experiencia de lo que había sido el Sexenio.
Incluso más que el riesgo de trasiego social, lo que parece haberles marcado es una imagen de irrefrenable y estéril inestabilidad política y, en especial, el fantasma de descomposición del Estado. Este era el peligro que se identificaba con los once meses de
la I República y con su contraposición de proyectos de Estado y el estallido de un humo de cantones.
Era en este clima cuando el proyecto autoritario del carlismo-y los carlistas bastante eran conscientes-había estado más cerca de hacerse realidad. Probablemente, se encontraba en juego la capacidad de autoorganización política de la sociedad burguesa, sin tener que recurrir a una tutela de signo autoritario que podía volver a replantear todo el edificio social.
En este sentido, la estabilidad del Estado era percibida como un requisito mínimo de civilización. Tal vez, las consecuencias políticas del Sexenio no estaban siempre marcadas por la experiencia del radicalismo social, que, a pesar de hacerse presente en algunos movimientos (pensemos en Andalucía o Alcoy), no alcanzó el carácter de la Comuna de París o no se manifestaba de manera patente en buena parte del movimiento cantonal.
Fuera o no acompañado de un riesgo más o menos grande para el orden establecido, el espectro de la descomposición del Estado o de la prolongada esterilidad de los gobiernos pareció intolerable para amplios sectores burgueses. Para un político de raíces inequívocamente liberales, como el joven Antonio Maura, «1873 fué un año tal que si hubieran quedada vivos los testigos presenciales, con Ellos solos, Mudos, sino que nada
dijes, estaría perpetuamente preservada la nación de Nuevos trastornos «.
Bajo estas consideraciones, ampliamente compartidas desde los conservadores hasta importantes sectores del republicanismo, se podía consolidar una especie de pacto de reconocimiento mutuo de las jerarquías de la España liberal. A partir de ahí, sin embargo, se generaba una dinámica que alejaba el escenario político español del de otros países-como Francia, Inglaterra o la Alemania unificada-, donde el desarrollo agitado de la opinión pública y el ejercicio creciente de la ciudadanía acompañaban el protagonismo de la política de masas desde finales de la década de 1880.
Es en este contexto, derivado de los consensos políticos dominantes-y no a partir de un supuesto fruto inevitable del retraso de la evolución social-, donde hay que situar la denunciada debilidad de la sociedad civil que se descubría con alarma en la España del «desastre». La alarma por este vacío era lógica, por otra parte. Fue aquella doble dinámica conflictiva y nacional-si se quiere, de clase y de identificación con el Estado nación-lo que permitiría absorber las tensiones internas mediante el mito de la República, en la
Francia del «sindicalismo revolucionario», o lo que preparó para la Burgfrieden, la tregua de los conflictos domésticos entre 1914 y 1918 la Alemania escenario, como ningún otro lugar, de la política de la clase obrera.Tampoc se daba aquí el grado de autonomía de la tradición progresista, heredada del Risorgimento por la Italia de Giolitti, ni la opción del catolicismo italiano para movilizar sus propias fuerzas frente a un Estado que no aceptaba como suyo.
Más de dos décadas después de la Restauración y con varios años de sufragio masculino, la España de 1898 mostraba el raquitismo que este terreno señalaba Silvela y que todos acordó de repente a reconocer. Como se vería en el futuro, se trataba de un hecho estable y difícil de dirigir: el verano de 1921 una dramática combinación de ineptitudes y componendas particulares, cubiertas con una fachada patriótica, conduciría a la inmensa tragedia del Rif, que favorecería el colapso del sistema de la Restauración dos años más tarde.
Más allá del signo de la evolución económica, la conciencia de este rumbo se. instaló sin remedio en 1898. Probablemente, no era una consecuencia inevitable, como a menudo se ha dado por supuesto, del «retraso» económico o del peso del mundo rural. Como muestran los estudios sobre la Francia meridional en mediados del siglo XIX, sociedades periféricas, agrarias y mal adaptadas a la lengua oficial podían experimentar un intenso proceso de politización y de adscripción republicana, capaz de recortar
la influencia de los poderosos tradicionales.
Autor: Wang Jung
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