La crisis de Cuba y Filipinas de 1898, que conlleva la perdida de las últimas colonias de el antiguo Imperio español implicar una severa derrota militar frente a Estados Unidos que llevó como consecuencia a la derrota de la armada española de ultramar y la derrota moral de un estado -España- que no había aún asimilado que, hacía ya mucho tiempo, había dejado de ser una potencia de primera villa en el mundo occidental.
Nos encontramos, pues, ante unos hechos de primera magnitud desde el punto de vista político, que se enmarcan en un momento de la historia de España que está presidido por un régimen que conocemos con el nombre de la Restauración, nombre que debemos, como es sabido, en la reinstauración a España de la monarquía Borbónica en la persona de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II, despu s de la experiencia revoluciones materia de 1868, del fracasado intento de instauración n de una monarquía de nueva planta en la persona de Amadeo de Saboya en el año 1871 y del también fracasado intento de instaurar un régimen republicano en 1873.
Uno de los fundamentos básicos de la constitución canovista de 1876 (por otra parte constante en todo el constitucionalismo español del siglo XIX) fue el centralismo. Para Cánovas, que parte de la visión pesimista de la historia próxima, marcada por un proceso de decadencia ininterrumpido desde finales del siglo XVII, hay una clave esencial determinante de esta lamentable evolución: la insolidaridad creciente entre los reinos enlazados por los Reyes Católicos. Sus manifestaciones más graves se hacen patentes en dos ciclos de guerra civil que ha destacado el profesor Seco Serrano: la que enfrenta los catalanes con el intento uniformador del conde-duque en el siglo XVII, y el cometido peninsular entre las Coronas de Castilla y de Aragón que abre el siglo XVIII y acaba con los famosos decretos de Nueva Planta publicados entre 1714 y 1717.
Esta insolidaridad, que surge nuevamente con las guerras civiles decimonónicas con el nacimiento del carlismo, se haría vivencia desgarradora para Cánovas con el cantonalismo separatista surgido dentro de la experiencia republicana de 1873, que había estado a punto de dinamitar el ser de España como nación, entendida ésta como tradicionalmente se había entendido desde principios del siglo XIX.
Es, sin embargo, evidente, que esta concepción política no era compartida por todos. Ya en 1892, y precisamente durante el primer turno canovista bajo la Regencia de María Cristina, se redactan en Cataluña las Bases de Manresa, punto de partida del moderno catalanismo político que había obtenido un impulso considerable con la Renaixença, el destacable movimiento filológico y literario catalán vinculado al Romanticismo. También en 1893 Sabino Arana publicaba su libro Por Bizcaya. De hecho, el movimiento nacionalista vasco cristalizó al año siguiente en el Euskalduna Batzokija, organización de la que es elegido presidente el mismo Sabino Arana.
En cualquier caso, ambas formulaciones-la catalana y la bascatenen aunque el carácter de aspiraciones utópicas. Y, por otra parte, es indudable que los objetivos de libertades y de derechos a que aspiran queda muy por debajo de lo que ha con-al menos teóricamente-el código constitucional de 1876.
Ahora bien, el centralismo de la Restauración se hace sentir de forma mucho más negativa que en la Península en las nuevas provincias ultramarinas-reconocidas definitivamente como tales en la Paz de Zanjón en 1880. Y no deja de ser curioso que, a partir de su reconocimiento como provincias, aquellas islas acusen mucho más vivamente que las regiones españolas los inconvenientes del centralismo a ultranza instalado en la metrópoli. Fue, acaso, en aquel momento que desaprovecharse una posible vía de solución: la autonomía administrativa que propuso Antonio Maura, entonces ministro de Ultramar del Gobierno Sagasta de 1893 hasta 1895.
La historiografía actual culpa de este hecho la resistencia de los intereses afectados-básicamente los de los azucareros españoles, aferrados a una situación que les permitía disponer de Cuba como de un gran latifundio propio-, enquistados en el partido Unión Constitucional, y el afán de Sagasta de evitarse problemas, no sólo con su relación con los conservadores, sino también con sus propias filas liberales.
Ha escrito el profesor Seco que, incluso en 1903, Máximo Gómez, uno de los forjadores de la independencia, afirmaba que, de haberse implantado a tiempo las reformas de Maura, la evolución cubana habría sido imposible.
Es posible que este punto de vista hoy no pueda aceptarse absolutamente, pero sí evidencia que el fracaso de Maura implicó la ascendencia definitiva del Partido Revolucionario Cubano por encima del Partido Liberal Autonomista y, en definitiva, el triunfo de las tesis cessessionistes por encima de las autonomistas.
Cuba y Puerto Rico, así como también las Filipinas optaron-como no podía ser de otra manera-por la autonomía política y provocaron una confrontación con España que se le complicaba a ésta, no sólo por gravísimo problema que tenía el hecho de sostenerla hace cien años-una guerra colonial a otro continente, sino porque en aquel juego de intereses y de sentimientos entraba también un tercero interesado: Estados Unidos de América que, repuestos ya de las secuelas derivadas de su guerra de Secesión, resucitaron entonces la doctrina Monroe.
Lo cierto es, sin embargo, que cuando comenzó la segunda guerra cubana de independencia, en 1895, muy pocos españoles podían imaginar que acabaría con la pérdida de las últimas colonias españolas. La prensa oficialista y la opinión política ortodoxa eran unánimemente favorables a la guerra, desde los partidos republicanos de la izquierda hasta los carlistas de la derecha. Entre los primeros, sólo los federalistas de Pi y Margall se oponían a la solución militar, y proponían que se concediera a las colonias un estatuto de autonomía similar al de los dominios británicos.
Autor: Wang Jung