Para el filósofo griego Aristóteles, todas las cosas están en movimiento, tienden hacia un fin, y este fin es, a la vez, su bien. En el caso de los objetos naturales, estos tienden hacia su fin de manera necesaria, es decir, no pueden no dirigirse hacia él –eligiendo la quietud-, o bien gobernar su movimiento en otra dirección cualquiera. Por ejemplo, el lugar natural de la piedra es estar “abajo”, de modo que si no hay suelo que la sostenga, la piedra cae; el movimiento de la semilla, por caso, se dirige hacia su ser árbol, que es su fin, y una vez que ha realizado su fin, ha realizado su bien.
Esto no sería posible si -dentro del contexto del pensamiento griego clásico-, Aristóteles no pensara en el universo como un cosmos (del griego Kosmos: orden). Entonces, para todo elemento y compuesto que se encuentre en el mundo, existe un lugar natural al cual este elemento o compuesto tiende por naturaleza, y por la armonía en que el universo se encuentra, las cosas -en este caso, las naturales-, al moverse, realizan su bien, se perfeccionan.
¿Qué pasa, entonces, en el caso del ser humano? Porque del ser humano también puede predicarse que está en movimiento y que habita este mundo, pero ¿puede decirse de su movimiento, que se trata de un movimiento necesario? ¿Cuál es el bien del ser humano?
En primer lugar, Aristóteles define al movimiento del ser humano como una “acción”, aclarando que el abordaje de las acciones humanas no puede realizarse con los mismos medios y esperando los mismos resultados que, por ejemplo, el abordaje de los objetos de la física. Esto se debe a que la acción tiene componentes particulares para este filósofo: en primer lugar, la acción humana es libre, es decir, no es necesaria, como en el caso del movimiento de los objetos naturales; en segundo lugar, las acciones pueden estar acompañadas de un tipo particular de racionalidad: la razón práctica.
En contraposición a la razón teórica, que es una razón deductiva (infiere conclusiones necesarias de premisas llamadas principios o axiomas) cuyos objetos son invariables, la razón práctica debe lidiar con un tipo particular de objeto, la acción, que por su carácter contingente (la acción humana no es de una sola manera, de una vez y para siempre) se resiste a una inferencia de tipo científica: no hay una verdad absoluta para la ética como sí la habría –para Aristóteles- para la física o la matemática.
Ahora bien, si es cierto que el ser humano dista mucho de ser un objeto natural, no por ello su movimiento carece de finalidad. Para el filósofo griego, las acciones de los seres humanos tienden hacia su propio bien que, este caso, es la virtud.Para lograr ser virtuoso, tanto la libertad como la razón deben converger en el accionar humano. La primera podría decirse, hoy en día, que cae bajo el concepto mismo de lo humano (si bien, para la época en que escribe Aristóteles, no todos los hombres eran libres y, por ello, no todos podían acceder a ser virtuosos); sin embargo, la segunda, debe participar bajo la forma de la deliberación: una acción, para ser virtuosa, debe ser una acción libre y deliberada. La virtud se define, así, como el justo medio entre un exceso y un defecto: la racionalidad práctica de la acción, en Aristóteles, se inclina siempre hacia el término medio. Por ejemplo, un hombre virtuoso siempre elige por fuera de los extremos: elige la valentía, que es el justo medio entre su exceso, la temeridad, y su defecto, la cobardía; elige la mesura, entre la avaricia y la incontinencia.
Ahora bien, de todo el catálogo de virtudes que despliega Aristóteles, hay una virtud en particular que sería aquella que haría posible que las demás virtudes se arraiguen en la acción humana, es decir, que aseguraría que el accionar sea casi siempre virtuoso: la prudencia.Esta virtud permite encontrar más fácilmente el justo medio, y corresponde a esta racionalidad práctica que se encarga de sopesar las circunstancias, analizar el momento adecuado para actuar; es decir, es la virtud que comprende todos los factores que entran en juego en el espectro del accionar humano: las disposiciones naturales de su condición, el azar, las contingencias naturales, las otras personas, etc.
Es a través de la prudencia que el ser humano puede desarrollar de manera cabal su disposición hacia la virtud. Así como también, sin ella, puede optar por su contrario, el vicio. De manera que aporta la racionalidad que perfecciona la capacidad de elegir, es decir, la libertad humana.Resta decir que la ética aristotélica, al ser una ética de la virtud, es una ética de la felicidad. El fin inmediato del hombre, para Aristóteles, es la virtud, esta sería su perfección, pero al tender hacia su perfección, tiende hacia su felicidad. No tendría sentido deliberar sobre quién quiere ser feliz o en qué consiste la felicidad; cabe deliberar, solamente, sobre la manera más justa y virtuosa de alcanzarla. La virtud recae en los medios, la felicidad sobreviene en el fin: un hombre virtuoso, entonces, es, para Aristóteles, un hombre feliz.
Escritor: fracisco guiunti