A menudo nos cuestionamos acerca de cómo la evolución de los objetos o artefactos tecnológicos cotidianos se han venido desarrollando para un consumo de necesidades sutilmente impuestas por la tradición o por el estilo que tendenciosamente exige cada época. Las críticas que plantea el ser además de un usuario calificado, un consumidor consiente de las necesidades que suplen dichos objetos, permite inferir que a través de sus ornamentos se manifiestan e inciden comportamientos sociales, políticos y económicos ajenos a su uso y utilidad, convirtiéndose entonces en un factor inherente a la funcionalidad propuesta diseñada, no para el usuario final sino para la maquinaria que lo concibe.
Este efecto está estrechamente ligado a los objetos como un medio de comunicación social masivo, colectivamente planeado y desarrollado. Más allá de ser un paradigma comunicativo, el funcionalismo en la industria ha sido el propulsor común de un comercio imperante en el que los objetos convertidos en productos difieren del objeto utilitario, por el contrario disocia al arte de la saturación consumista por adquisición y se reevalúa en función de que o quienes direccionan una necesidad social.
El funcionalismo ha sido desarrollado desde principios del siglo XX en respuesta al alto grado de industrialización alcanzado por países en vanguardia tecnológica Europea y luego en EE.UU, como una justificación a los emergentes centros demográficos y las condiciones de vida requeridas, estableciendo la producción de objetos y el comercio de los mismos como fuente generadora de recursos económicos. Articulados integralmente por una vibrante vitalidad de la expansión del comercio, para ello la mecanización permitió que se hiciera imperativa la mano de obra calificada para lograr alcanzar un nivel de vida óptimo en todos sus niveles medibles.
El ambiente positivista de la prosperidad de los inicios de esta época industrial trastocaba todos los niveles sociales, ya que por definición el hombre era el principal ornamento de la sociedad y que a su vez producía objetos ornamentados para concebirse como tal, más allá de una respuesta a su identidad se trataba de un momento del hombre ligado a las cosas que le producían placer y comodidad en gran medida. De este modo las necesidades no solamente básicas se multiplicaban exponencialmente al nivel de los objetos que se creaban, como una receta a una felicidad hedonista , el Kitsch se promulgaba y justificaba para la creciente burguesía como una fuente de significantes a los que la misma sociedad de manera heurística se interrumpía por otro objeto al que se ornamentaba.
De esta manera el mismo Walter Gropius en los inicios de la escuela Bauhaus ya había entendido que el éxito de la producción en serie radicaba en la racionalización del trabajo justificada en la calidad, paradójicamente no se trataba de la funcionalidad del usuario con los objetos útiles a la época, sino a la manera mesurada como se prolongaban toda una serie de aditamentos en la sociedad y como estos casi de manera inmediata llegaban a suplir aparentes necesidades inexistentes de otras épocas.
La opción de que fuese más sencillo y simple realizar nuevos objetos propició la idea de que se trataría de un objeto poco estético o de baja calidad, aun así seguía concibiéndose como funcional porque de hecho cumplía su función de ornamento, cuando realmente el factor de utilidad estaba contemplado de una manera sucinta y racional en su modo y forma; La calidad por otra parte no podía ser vista de otro modo diferente al del arte, era imposible por ejemplo se llegase a la perfección del sonido de un violín Stradivarius en una línea de producción de la época, al modelarse como un objeto más de allá de lo artesanal, un objeto en vías del llamado poder latente del hombre al que la critica económica de Baudrillard dista de la relación económica del entorno, pues al ser un signo de prestigio no es por ser un objeto ocioso y prestigioso sino por su estrecha relación artística enlazada a la calidad del objeto no producto.
El producto en cambio es el punto álgido de la realización funcionalista social de la mecanización y por el contrario desfasa la lógica de la moralidad del consumo, además de concebirse como la salvación de la industria el producto dista de ser cosa pero adquiere un contexto aplicable al código o situación planteada, es decir el producto masificado solo encuentra cabida socialmente cuando este ha sido insertado con anterioridad bajo códigos de la retorica de un ambiente diseñado para que los significantes adquieran mayor connotación en el usuario o consumidor, en su modo de vivir, en su arte de vivir.
Cuando se le otorga a la industria la calidad de ser un definidor de estilos de productos y objetos en base a la morfología de los ornamentos, se suplen en apariencia todas las necesidades, desde el albergue de una familia hasta la calidad del sueño y promulga como un portador de utilidades, las necesidades mediáticas sustentadas en la desmesura de los estilos a precios justos. Se replantean allí las dificultades de ser mantenida como un modelo social capaz de preponderar en el tiempo y estilo, ya que se modifica mediante la forma no por el tiempo y de este modo si la función no depende de la época o historia en la que se le ubique, sino en la forma en que es usado en la historia. Dicho de este modo el consumismo en función del funcionalismo concreto promulga leyes poco interpretables para el común y en cambio toda una serie de significantes en los ornamentos característicos que lo definen, generando inercia social imperceptible en la que el diseño se condiciona a la creativa inmanencia de una formalidad comercial.
Escritor: Andrés Leonardo Cifuentes M