Desarmarse de la pedagogía del castigo

El proceso de aprendizaje de un ser humano desde sus inicios ha quedado afectado por una pedagogía, ahora, distorsionada. Me refiero a que cada uno de nosotros ha sido afectado por la pedagogía del castigo. Aunque esta se haya eliminado por su alto grado de agresividad. Aunque la letra con sangre entra ya no se practica con la misma rigurosidad que en décadas anteriores. Hay que reconocer que esta todavía anida en los núcleos más influyentes de la sociedad como es la familia. Las razones de su no erradicación completa del seno familiar, quizás sea porque nadie estudia para ser papá o mamá. Esta situación sigue siendo descuidada tanto por el Estado como por las instituciones que pretenden forjar un mundo más humano.

Si, en este momento, hacemos una encuesta a adolescentes del nivel secundario, sobre qué profesión u oficio desean para el futuro, estoy convencido que todos responderían: ingeniería, medicina, jurisprudencia, astronomía, diplomacia, pedagogía, arquitectura y un sin número de carreras habidas y por haber. Pero casi nadie hablaría de ser un padre o madre de familia ejemplar.

Todos nos hemos preparado al máximo nivel para alcanzar un título que nos garantiza la especialización en un sector de la ciencia. Nos hemos sacrificado al máximo nivel para lograr el sueño de una profesión. Y una vez que la hemos obtenido, nos hemos esforzado tanto por ejercerla porque nos hace sentirnos útiles y realizados profesionalmente, en una sociedad realmente necesitada de todo y de todos.

Hemos invertido los mejores años de nuestra adolescencia y juventud para alcanzar la profesión anhelada. Pero, poco nos hemos preocupado por aprender a ser un padre o una madre ejemplar. Hemos dejado que la naturaleza rija esta instancia y cuando ha llegado el momento de ejercer la paternidad o maternidad, prácticamente, hemos partido desde cero, por la escasez de herramientas y por el perfecto desconocimiento.

Bien, pero, sin poner más trágico el asunto. En estas líneas posteriores quiero desplegar mi reflexión en otros detalles concretos donde se manifiesta aún la pedagogía del castigo. Por ejemplo, cuando el niño manifiesta su descontento o pretende llamar nuestra atención arrojándose a gritos al piso, entonces, para que se calme le decimos: “¡si no te callas, si no dejas de llorar, te daré una palmada para que llores con gusto!”. Todos de hijos o de padres hemos hecho esto. Ahí se ha ido fraguando el carácter tanto del padre y la madre como la del hijo o hija. El padre y la madre que creyeron que con el rigor y la imposición de castigos severos se solucionaron los problemas y que forjaron personas fuertes y responsables, quizás, tengan que temer ahora por sí mismos y por sus hijos o hijas.

Porque el bien inculcado se impuso por la fuerza o la violencia. De esta manera, el hijo o la hija habrán aprendido aparentemente bien la lección. Serán personas ejemplares mientras tengan a una persona impositiva y violenta al frente que hace las veces de mamá o papá. Pero, el día en que estos no estén, como no habrá a quien temerle, aparecerá sin reservas la otra cara del hijo o de la hija. Así, por ejemplo, nos encontramos con alumnos que en casa muestran una conducta intachable, cuando los ojos de papá y de mamá están fijos en ellos, pero cuando están ausentes, se transforman y dejan salir el desorden multiplicado.

Educar a un ser humano es el trabajo más delicado y complejo que existe en el mundo. No existen fórmulas o recetas masivas. Hay que utilizar la casuística. Es decir, afrontar cada caso y tratarlo en particular. Esto es importante para los padres. No olviden que aunque tenga dos o tres hijos, si para el primero usaron un método particular para educarlo, ese mismo método no será el más indicado para aplicarlo en la formación del segundo y del tercero. Los tiempos cambian y las distancias generacionales se tornan abismales. Por tanto, ser padre o madre ha sido, es y será siempre un reto. No por nada, las propagandas televisivas apuntan a que la vida de padre o madre es una vida caóticamente hermosa.

De una u otra manera cada uno de nosotros hemos sido educados, formados y transformados por la pedagogía del castigo, el rigor o el autoritarismo, fruto no de la culpabilidad sino de la ignorancia o desesperación de nuestros padres. La pedagogía del castigo es en sí nociva. Aplicando el principio ético de que el fin no justifica los medios, podemos afirmar categóricamente que la pedagogía del castigo como medio educativo no justifica el fin deseable de formar un honesto ciudadano o una persona virtuosa. El fin que se pretende conseguir es bueno, pero, el medio es inadecuado y violento.

Superar la pedagogía del castigo y sus secuelas es un reto. Actuar movidos por el temor a que alguien nos castigue sigue siendo una locura y una conducta infantil errada. En la medida que vamos creciendo, vamos madurando y aprendiendo a emitir nuestros propios juicios de valor sobre las cosas y nuestros propios actos. No es una tarea fácil. Pero es saludable cuando paulatinamente vamos ganando en autonomía, en libertad, en conciencia y en responsabilidad. Esto implica actuar no por el simple hecho de agradar a otras personas y vivir dependiendo de su aprobación o desaprobación, para sentirnos realizados o insatisfechos.

Más allá del castigo y antes que este llegue, existe una infinidad de medios y procederes más indicados para corregir y educar. Desarmarse de la pedagogía del castigo y educar con amor es uno de ellos. Digo amor porque quien ama puede hacer lo que quiera, sabiendo que el amor es incapaz de hacer daño a la persona amada. Y ¿Cuál es la medida del amor? Amar sin medida. Si este principio se usara con más frecuencia en la educación de los hijos, tal vez, el número de víctimas y agresores disminuiría enormemente en las estadísticas sociales.

Escritor: JUAN FELIPE GARCÍA RODRÍGUEZ

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