Para quienes amamos y comprendemos el ajedrez, este juego milenario encierra prodigiosas posibilidades y retos enormes. Como la vida, como la ciencia, como el arte. Para los legos, el ajedrez es sinónimo de inteligencia; lo admiran aunque desconozcan sus secretos. Casi que ni sospechan su profundidad, pero algo intuyen que los lleva a admirar a quienes lo juegan, aunque no pasen del aplauso efímero.
Pocos, en cambio, lo señalan como peligroso para la mente u objeto del vicio de la vagancia. No obstante ese reconocimiento casi total de la sociedad, su práctica orientada brilla por ausencia y cede paso a otras manifestaciones de menor calado y huella formativa. Raro que esto suceda, pero quizás el misterio mismo que se encierra en este juego sea la causa de su olvido. Raro, además, porque el ajedrez guarda en su esencia las características más profundas de lo humano.
Por supuesto, es un juego afín a aspectos esenciales de la naturaleza humana. Es un laberinto de enigmas, como la vida, como la realidad en que se halla el hombre, que inclina a la búsqueda de respuestas y soluciones, afín por tanto a otra faceta de los hombres de siempre: la curiosidad. Es un desafío al intelecto, que exige de este todo su potencial: atención pormenorizada, intensa concentración, memoria dinámica, abstracción. El ajedrez da espacio amplio a la creatividad. A pesar de ser un juego algorítmico permite la mayor parte de las veces varias posibles jugadas de calidad similar, cuya diferencia sólo la marca la tendencia defensiva o atacante de la posición resultante o su aspecto táctico o de maniobra estratégica. En efecto, el juego se adapta a las características psicológicas y temperamentales de quien lo juega.
Ningún juego como el ajedrez se parece más a la ciencia. Trabaja con datos, con hipótesis. Exige observación, análisis; se mueve en el universo del error y la prueba. La verdad relativa de una jugada que se considera buena se mantiene mientras no sea refutada. Una vez refutada cambia o se refina la hipótesis. Tiene, como la ciencia, una historia, y además un lenguaje sencillo en el que se conserva para la memoria social o la particular de cada cual los avances y retrocesos, los aciertos y errores, lo que permite la consolidación de un edificio cada vez más alto de saberes y descubrimientos.
Es evidente, en vista de todo lo anterior, que el ajedrez sirve en la escuela para desarrollar en el niño sus capacidades de aprendizaje. Es un medio sin competencia para el conocimiento de sí mismo y para el desarrollo del pensamiento a través de las diferentes vertientes que lo constituyen: la conjetura, la duda, el recuerdo, la fantasía, la creencia, la expectativa, la pregunta, la deducción, la sospecha, el plan, pero además genera contacto humano que permite la interacción y el descubrimiento del caudal emotivo propio en contrate con el del otro.
El ajedrez se presta para introducirse desde edades muy tempranas, y sus mayores beneficios pedagógicos se dan en los primeros años, hasta la pubertad. En la primaria produce beneficios incalculables. Sus posibilidades pedagógicas transversales permiten afianzar e impulsar los procesos de aprendizaje de la lectura y la escritura, así como del saber matemático, y por extrapolación de los engranajes conceptuales de todo el resto del árbol del conocimiento sistematizado.
Por ser un juego, el niño se siente inmerso, protagonista de su aprendizaje. Contento y alegre. Sin darse cuenta aprende y desarrolla lo fundamental para su vida: la capacidad para aprender. Y como es sabido, desarrollada esta capacidad los saberes que constituyen el aprendizaje se adquirirán por añadidura. Entonces la pregunta es: y si esto es evidente, ¿por qué no se aplica en el aula?.
Hay factores varios, pero tal vez –como ya lo expresé y aquí reitero- la misma naturaleza del juego –nada clausurada para mentes rígidas y establecimientos cerrados- impide que se use como herramienta educativa. Como requiere –por el contrario- mentes abiertas y establecimientos dispuestos al riesgo y a la aventura, que no teman enfrentarse a lo desconocido, a lo cuantificable que se construye día a día, a lo que se abre al infinito, a un horizonte donde se pierde a lo lejos la evidencia de las verdades terminadas y definitivas, se vuelve molesto para la escuela, generalmente conservadora y cómoda, poco dispuesta al cambio más allá de discursos abstrusos y doctos que insisten en cambios y revoluciones que no pasan del papel.
¿O acaso existe otra estructura humana, deportiva, artística, científica, tan completa pedagógicamente para el desarrollo del intelecto, tan económica además, que se pueda aplicar desde tan temprana edad y cuyos alcances cognitivos vayan tan lejos? En mora estamos de una reflexión bien documentada, con expertos mundiales que los hay, para por fin en definitiva colocar el ajedrez en el puesto que se merece en la educación.
Escritor: Luis Álvaro Tovar