¡Cuidado muchachos, este cadáver todavía respira! es una de las frases más celebres de una controversial pintora mexicana, Frida Kahlo, una mujer que logró conjugar lo femenino y masculino; nos demostró a través de su experiencia personal, que hay un sin número de formas de hacer arte y discurrir sobre el mundo. Cuando la escuché, no pude más que pensar que ésta definía en gran parte, lo que significa la labor pedagógica. Todas las teorías que se han escrito, hablan del poder de los modelos y el impacto en el imaginario de “su gran víctima” el alumno, pero al parecer, gran parte de los visionarios que plantearon dichos caminos para interpretar el quehacer educativo, olvidaron preguntarle al maestro ¿cuál es el impacto que dichos modelos ha dejado en su alma?.
Como docente de literatura y escritora, me he encontrado con un camino bifurcado, porque la literatura me ha llevado por senderos que no necesariamente van enmarcados en los modelos dentro de los cuales he participado. Gran parte de las instituciones, han empleado el slogan de los constructivistas para ofrecer un servicio diferenciado, que se centra en el sujeto, potencia sus habilidades, lo humaniza y le permite convertirse en un ente activo, participativo; en el protagonista de su proceso de enseñanza-aprendizaje. Pero el asunto cambia de manera significativa y apremiante, cuando éste surge como una teorización, en la que el formador queda atrapado en una dinámica tradicional que se esconde tras ideales de innovación, prometiendo una enseñanza reformadora, que no se pregunta por el sujeto como objeto, sino que empieza a dimensionar la responsabilidad social que tiene la educación, como la encargada de ubicarlo dentro del mundo y que gracias a un activismo proclamado, tendrá la “enorme” oportunidad de transformarlo, porque aprendió de manera distinta a todos los demás.
¡Cuán triste es descubrir que al final, el maestro termina convirtiéndose en una mascota, una víctima más del sistema!, en un animal exótico que algún taxidermista embalsamó para el placer de un tipo excéntrico, que lo cazó o encontró en una carretera perdida en la nada, pero que en el camino, en medio del formol y el estatismo, olvidaron inmovilizarle los ojos, por lo cual, éstos siguen teniendo vida propia y pueden observar desde la esquina de la patética vitrina, como pasa la vida, silenciado por la inevitable renuncia, aunque todos sigan pensando que aún existe, mientras por dentro, sólo retumba un eco, el enorme vacío. De alguna manera, uno como formador, orientador, que es la terminología empleada en el mundo académico para describir al docente, se empieza a preguntar qué es en realidad la pedagogía, dónde quedó la didáctica que tanto proclamaron teóricos como Ausubel, Piaget, Vigotsky, quienes anunciaron que la sociedad cambió, que nuestros estudiantes son individuos trasfigurados por la cultura y ya no aprenden de una única forma, al traer universos propios a la dinámica del aula, por lo cual, deben codearse con sus pares y el contexto que los representa, para aprehender el conocimiento.
La respuesta a este ciclópeo cuestionamiento que ha atravesado mi alma durante años, desde que empecé a enseñar, surgió hace dos semanas, mientras jugaba con mis niños de 3°,4°,5°,6°, 7° y 8° y les demostraba que la literatura es un portal a mundos desconocidos, que representa la conquista del hombre, de su totalidad. Éstos me miraban extasiados cuando hablaba de Poe, Kafka, Rodari, conjurando con palabras sus deseos más ocultos y halando cachetes, el nuevo juego que inventé para que los pequeñitos lograran sentarse, mientras los perseguía por todo el salón, hasta atraparlos en medio de gritos y sonrisas. Nunca creí estar cantando y bailando Gondwana, para luego terminar abrazando, besando y al final, descubrir que había conquistado algo más que la academia, encontré la verdadera esencia de la pedagogía, cuando se entrega el alma y la vida entera.
Dos alumnos me regalaron una tortica y una manilla; al parecer por primera vez en muchos años, se hace presente un universo que exorcicé en lo más profundo de mis sueños y ahora parece recaer sobre mí como un enorme Tsunami, que me arroja a un extremo de éste y nunca creí conquistar más allá del papel. Agradezco las amistades y las circunstancias que me pusieron en esta dirección, pues de otra forma, nunca lo hubiera logrado; encumbro esa rebeldía infinita que nunca me dejó resignarme, acallar mis demonios, aunque me costó algunos empleos y triunfos silenciosos. ¡Al fin he encontrado mi esencia!, ¡al fin me he despojado!.
Entendí que cada docente debe construir su propuesta a partir de un eclecticismo que fusione svisión mejorada de la enseñanza, individualidad, sueños y le permita ubicarse en la dinámica formativa como un ser feliz, satisfecho, que puede reinventarse y repensar de manera permanente su forma de construir sociedad, de tocar almas, porque como dijo Platón: “Todo lo que se llama estudiar y aprender no es otra cosa que recordar”, invocar nuestros fantasmas, arriesgarnos a retomar el pasado, una pugna, en la cual quede significado lo más importante para el sistema educativo, para el ser que al fin ha comprendido que él también importa, sufre y necesita teorizar acerca de su papel; desde qué punto ubicarse, para generar procesos de construcción y universalización.
Educar es algo más que usar un tablero, implica la enorme responsabilidad de emanciparmentes, desmontar los modelos en uso, en busca de otras propuestas, en las que tanto educador como educando, trabajen de manera conjunta en la búsqueda de una felicidad mutua. El modelo ya no podrá ser el taxidermista que los paraliza frente a su propia tragedia, sino una invitación clara a movilizar no sólo los ojos, sino el espíritu entero, para llevar a cabo una asalto: la resignificación del mundo de la enseñanza, un proceso que al fin incluyó la angustia del individuo que moviliza e inicia la apertura en el aula, que participa de las diversas directrices, convocándolo al caos y el cambio.
Escritor: Diana Sol Urrego Arango
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