¿Es la tradición cultural la que condiciona el consumo del individuo? ¿Podemos predecir el valor de la noticia en el tiempo? ¿El conocimiento o mensaje tiene la misma trascendencia para todos? ¿En base a qué valor distinguimos lo culto de lo inculto, lo artístico y lo que no lo es? ¿La ciencia solo puede ser comprendida por los intelectuales o tiene diferentes niveles de comprensión? ¿Puede ser el conocimiento una forma de recuerdo de un momento específico? ¿Qué es clásico y que no lo es?
Obviamente al hablar de gusto, de estética, nos introducimos en tradiciones históricamente construidas, aprendidas y compartidas que de algún modo nos ayuda a fundarnos como unos individuos sociales. Estas conceptualizaciones nominales constituyen nuestro glosario cultural, una especie de manual de instrucciones que nos permite interactuar de manera más eficiente con los otros. Ahora bien, dentro de estas construcciones existen dinámicas de cambio, algunas transformaciones operan de manera más visibles que otras, y todas trabajan en diferentes niveles de contexto en espacio y tiempo. Estos sistemas abiertos e itinerantes albergan grandes complejidades en lo referente a la comunicación del conocimiento como valor.
Sin pretender un enfoque nihilista, planteamos a continuación ejemplos de espacios movedizos donde lo corriente pasa a tener mayor atención que lo aparentemente trascendental, partiendo del valor y alcance del elemento en cuestión, con respecto a su aporte social. Esta observación no se hace desde una teoría crítica especializada en fundamentos históricos, no, el filtro en este caso lo creamos desde una aproximación de la sociología del consumo. La existencia de los conocimientos trasmitidos en los distintos soportes tecnológicos audiovisuales como: Internet, móviles, cine, video y televisión en coexistencia con la radio y los medios escritos en papel: libros, revistas y periódicos dependen del consumo regular de sus contenidos. Los estadistas y especialistas en comunicaciones confeccionan un producto final y las audiencias como consumidores definen su valor real de mercado.
Este sentido económico tangible fluctúa permanentemente gracias a la competencia de ofertas de los diferentes medios de comunicación. Sin diferenciar información de noticia, sin argumentar lo importante de lo que no lo es, los espacios de comunicación nos atiborran de epígrafes, una orgía de titulares pletóricos de ideología sumergen a muchos en un estado de autómatas que observan sin entender la profundidad del mensaje. El discurso polisémico funciona a muchos niveles, libros, películas, video-juegos y noticias más vendidos pueden ser simultáneamente basura literaria, fenómeno de un momento concreto, producto perfecto para identificarse, éxito comercial, tema de discusión en igual forma para corrientes o intelectuales o un eslabón que ayuda a recordarnos en un momento específico de nuestra historia de vida.
Podemos ilustrar lo anteriormente dicho con un hecho en concreto, el 31 de agosto de 1997 muere en un accidente de tránsito Diana de Gales, la cobertura a escala global de los medios de comunicación de esta noticia acapara durante semanas la atención del mundo. Cinco días después muere Teresa de Calcuta, noticia eclipsada por la anterior. Ha pasado el tiempo y la muerte de esta Beata y premio Nobel de la Paz continúa marginada en los espacios de consumo del gran público, ya que lo importante para la mayoría de los medios fue verificar la tesis de la conspiración de la muerte de Diana de Gales, un posible asesinato perpetuado y planificado por un grupo de poder. Mito y ficción construyen simultáneamente un espacio idóneo de consumo sin límites. Algunos vaticinarían que la noticia perdería el interés al poco tiempo, sin embargo, dieciséis años después irrumpe una película que plantea nuevos elementos de la tragedia. La trascendencia no podemos predecirla en el tiempo, ya que en la actualidad vemos cómo toda esta cultura comercial mantiene de forma pendular a sus protagonistas, no como piezas completas, sino fragmentadas.
En el panorama actual, el éxito de “Elvis Presley”, The Beatles” o “Bob Marley” puede ser medido en relación al consumo de sus productos y no al conocimiento que tienen las nuevas generaciones de la música producida por estos artistas, que, generalmente, es escasa o nula. En el cine, figuras como Charles Chaplin, Humphrey Bogart, Audrey Hepburn, Marylin Monroe son diseccionados en la publicidad, corriendo con la misma suerte. “We´ll always have Paris”, “Happy Birthday Mr President”, se transfiguran en frases vacías de historicidad, dando nuevos valores a estos productos de consumo, sin olvidar la existencia de un mercado especializado: melómanos, cinéfilos y nostálgicos, que también participan desde sus espacios reducidos de consumo. Son estos públicos los que consumen un producto generalmente menos fragmentado, con un nexo histórico.
La lista sería interminable en el mundo del arte y de las ciencias. Un caso interesante en relación al espacio del conocimiento científico lo vemos en la fotografía considerada como clásica de Albert Einstein y su E= mc2. La fórmula de la relatividad que relaciona masa y energía se margina para dar paso al valor iconográfico de la postura del genio, estereotipo de un hombre que descuida lo exterior y profundiza en su interior. Un ejemplo más reciente lo vemos en la figura de Stephen Hawking, este físico teórico abrió las puertas de la cosmología al gran público con su best seller “A brief history of time”, no menos importante que su participación como imagen en series de televisión: “The Simpsons”, Family Guy”, Futurama y Big Bang Theory.
Todos estos productos de conocimiento transitan en un vasto supermercado global que consume de forma dinámica y organizada y que debe ser estudiado con mayor profundidad para evitar la arbitrariedad de las definiciones de culto e inculto, clásico y corriente, a fin y al cabo todo valor de tránsito debe ser estudiado de manera sincrónica. El hombre no es un consumidor pasivo que solo actúa impulsado por una tradición cultural, un sinnúmero de factores nos obligan a diario a reinventar nuestros hábitos de comportamiento, ya que podemos correr el riesgo de convertirnos en entes anacrónicos que solo responden de forma automática una conducta estandarizada al servicio de la acción general.
Escritor: Simón Antonio Tapia Cova
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