Alexia se encontraba frente a la cancha del colegio, apoyada a una muralla, sentía que mientras escuchara música en su preciado personal stereo sería por siempre invisible para los demás. Su mirada permanecía fija en los compañeros que corrían y gritaban con alevosía por todo el lugar, pero en verdad no observaba a nadie en particular. Era mediado de junio de 1995 y se podía sentir el aroma húmedo del otoño, aroma del cual Alexia aprendía a disfrutar. Otoño e invierno eran sus estaciones favoritas y sus recreos consistían en respirar profundamente, para sentir los vestigios de la lluvia y el efecto de esta sobre esas crujientes hojas caídas que amaba pisar. A sus 12 años jamás imagino que el detenerse en los pequeños detalles de la vida, haría que sus días se volviesen cada vez más extraños y solitarios. Además, existía en ella una característica que aún no lograba entender del todo y que prefería callar.
La muchacha era delgada y de cabello descuidado, y era vista como un “bicho raro” por ser nueva en la escuela y su aislamiento auto-impuesto era su protección ante esos compañeros que no paraban de hacer preguntas tontas e innecesarias. A pesar de estar entre la infancia y la adolescencia ella disfrutaba de su vida, pero desde hace un tiempo se cuestionaba el significado de esta y una pregunta invadía sin reparos su curiosa mentalidad – “¿Por qué y para que vivimos?”- Pregunta que resonaba al ritmo de la música, que en ese momento empezaba a ser su compañera y consejera más fiel. De pronto su concentración fue interrumpida por una pequeña y pálida niña, que con rostro alegre y voz suave preguntó:
– ¿Qué haces? –
– Escucho música…- respondió fríamente y con un dejo de desconfianza.
– ¿Y qué escuchas?- pregunta la muchacha con curiosa entonación, tratando de agradar a Alexia.
– No creo que lo conozcas…- y volvió a colocar el audífono en su oído. La joven se quedó parada por un segundo y volvió a interrumpir con voz penetrante:
– Alexia un poco molesta volvió a retirar el audífono de su oído, la miro con enfado y dijo:
– No es el colegio, me gusta estar sola. ¡Vete! –
– Me llamo Virginia ¿Quieres que seamos amigas? –
Alexia se quedo callada desviando la mirada, se sentía algo nerviosa y temía vivir nuevamente avergonzada, pues siempre que le hacían esa pregunta todo se complicaba. Por lo general, se acercaban a ella a pedir una tarea o a mofarse de su desdeñada figura y gustos extraños. Cuando eso pasaba se llenaba de ira, emoción que no era capaz de demostrar y eso la hacía sentir débil y triste, abundaban los pensamientos de como transformarse en viento y volar lo más lejos posible, llegar a lugares nuevos y extraños, donde la música acompañase sus días y los arboles se volvieran su refugio, donde nadie cuestionara ni se riese de lo que ella disfrutaba hacer.
Virginia, esperaba pacientemente en silencio a su lado, el recreo terminaba y la campana irrumpía de forma agresiva en sus oídos. La pequeña Virginia la miró una vez más esbozando una sonrisa, se acercó y dejo un dulce en el bolsillo del delantal de Alexia para luego salir corriendo. Alexia extrañada por esta acción, sintió en ese minuto que quizás esa chica no tenía otra intención más que saber de ella, pero no podía confiar así de fácil.
Camino a su sala se detuvo a pensar si debía comer el dulce o no; su nivel de desconfianza era tal, que pensó en la posibilidad de que podría ser una broma y que entraría a la sala donde todos esperaban reírse y apuntarla. Lo devolvió al bolsillo y se apresuró en abrir la puerta, pero la sala se encontraba vacía. De pronto recordó que tenía clases de arte, así que tomó sus materiales rápidamente y corrió al taller. Cuando llegó al lugar aún había un gran desorden y griterío, todos acomodaban sus cosas y la profesora trataba de ordenarlos en grupos. Se acercó a esta para preguntar si era posible trabajar en solitario, pero no hubo respuesta. Finalmente, al ver a Alexia parada junto a ella, la profesora la designo a sentarse en la primera mesa con el grupo dos. Molesta, la joven comprendió que esta vez no podría salvarse y se sentó callada, con el rostro desganado. Todo parecía ir mal, ni siquiera quiso mirar a sus compañeros, pues pudo escuchar cuando uno de ellos se refirió a ella como “la bruja”. Sacó su croquera y dibujo sin levantar la mirada, esperando que la clase terminara pronto, solo quería ir luego a casa.
Se acercaba la hora de salida y todos preparaban sus mochilas, el trabajo en grupo no fue tan difícil y logró entablar una comunicación minoritaria con sus compañeros, que durante toda la hora le preguntaban por su anterior escuela y porque se había cambiado, a lo que ella siempre respondía “Porque esta escuela es mejor y quiero llegar a la universidad”. La campana de salida fue un alivio, pues no habría más interrogatorios, por lo menos hasta el día siguiente.
Su pieza era un refugio que amaba, pues contenía todo lo que ella atesoraba, sus libros, la mesa del espejo, sus dibujos y una radio, pero lo que más amaba era la ventana, pues le mostraba la bella cordillera que parecía lejana e imponente, pero nunca inalcanzable. Todas las mañanas la miraba y se preguntaba: – ¿Cómo se puede llegar a esa cima? ¿Habrá alguien llegado hasta allá?Luego sonreía y juraba algún día alcanzarla. Mientras se maravillaba observando, notó que la niña que le había hablado en el recreo se encontraba frente a su casa y exclamó asombrada: – ¡Me ha seguido!, pero ¿Por qué?.
Bajo rápidamente las escaleras, abrió la puerta que da a la calle, pero la niña ya no estaba. Decidió acercarse a la esquina para ver si la joven había caminado en esa dirección, pero no había nada más que un perro acostado cerca de la berma. Volvió a la casa, intrigada y sin entender el por qué había sido seguida, se sentía curiosa y al mismo tiempo temerosa. Al sacar el delantal de la mochila notó que el dulce ya no estaba, lo busco entre sus cosas sin éxito alguno y pensó que quizás lo había perdido durante la clase sin notarlo.
Escritor: Diana Jiménez
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