Empecemos por decir que este escrito no pretende ser diagnóstico de un problema, ni tampoco –por ahora- un análisis de la ley que, no obstante sus buenos propósitos, merece serios reparos jurídicos.
Quiero, sin embargo, hacer unos breves comentarios sobre la actividad de conducir vehículos estando bajo el influjo de bebidas embriagantes o drogas alucinógenas, a pocos días de haberse expedido la ley que penaliza, si bien solo desde el punto de vista patrimonial, en forma severa a quienes sean sorprendidos conduciendo un vehículo automotor hallándose en cualquiera de las circunstancias antes descritas.
Es claro que la sola promulgación de la ley no promueve la conducta deseable, vale decir, no porque exista la ley –con sanciones drásticas- dejarán de haber “borrachitos al volante”. Así ha sido y seguirá siendo con todas las normas prohibitivas; por sí mismas no garantizan el recto comportamiento ciudadano. Y aquí aplica –por supuesto- el principio de: “La ignorancia de la ley no sirve de excusa”.
Y es que en Colombia, por hablar sólo de nuestro país, se tiene como una “cultura” la de celebrar, ingiriendo algún licor, desde un encuentro con un amigo con quien se ha perdido contacto hasta los acontecimientos más importantes de nuestra vida. Y, en no pocas ocasiones, se bebe de manera excesiva.
Y es un hecho comprobable que, no obstante las cada vez más drásticas sanciones económicas, hay personas que insisten en conducir vehículos automotores estando bajo los efectos del licor o drogas, haciendo aún más peligrosa una actividad que –por sí misma- ya lo es.
Los medios de comunicación se han encargado de documentarnos con algunos de los más sonados casos de conductores, en quienes se detectó que se hallaban en estado de alicoramiento (en grado sancionable, claro), ya fuese antes o después de la nueva ley, y hayan o no causado algún accidente, estando implicados en ellos desde ciudadanos comunes y corrientes hasta dignatarios políticos y funcionarios públicos de diverso orden, pasando por miembros de las fuerzas armadas en sus diferentes ramas.
Cabe entonces preguntarse: ¿La norma y, más que ésta, la sanción que conlleva es lo suficientemente persuasiva para evitar que las personas conduzcan estando embriagadas?. La respuesta podríamos buscarla en las cifras oficiales que se han divulgado desde el final del año pasado hasta lo que va corrido del actual. Las autoridades informan que ha habido una baja sensible en el número de comparendos y, parece ser, los accidentes con secuelas de lesionados o muertos por esas mismas causas, según las cifras reveladas, se han reducido también de manera ostensible, lo cual es muy significativo si se toma en cuenta la época navideña, en que el consumo de etílicos suele incrementarse.
Puede entonces decirse que la ley está siendo eficaz, si bien lo ideal es que no ocurra ni siquiera un caso de personas lesionadas o muertas por causa de un conductor ebrio. Que tan cerca o lejos estamos de ese ideal?. Es difícil saberlo, pues mientras persista la costumbre de celebrar todo, o casi todo, consumiendo licor; y mientras existan todavía quienes se crean más fuertes o valientes después de haberlo ingerido, o se les despierte la audacia de creer que pueden evadir a las autoridades, estaremos abocados a seguir sufriendo el flagelo, si así puede llamarse.
Ahora bien, no es que esté satanizando las celebraciones acompañadas de bebidas espirituosas, como eufemísticamente se les ha llamado. De ninguna manera. Al fin y al cabo, como lo dije antes, eso forma parte de nuestra cultura (sin comillas), por cuanto nos viene de nuestros ancestros indígenas, quienes acompañaban sus festejos con chicha, e incluso la brindaban a sus muertos en cuencos que dejaban junto a las tumbas.
Lo que sí es reprochable, no cabe ninguna duda, es conducir un vehículo cualquiera hallándose ebrio por causa del licor, o bajo el influjo de drogas enervantes o alucinógenas, poniendo –quien lo hace- en riesgo no sólo su propia integridad física, sino también la de los demás.
Por otra parte, somos conscientes de que la efectividad de la norma depende de las autoridades encargadas de su aplicación, pues del apego al fiel cumplimiento de sus deberes deriva que la ley no sea burlada y realmente sirva al propósito de salvaguardar la integridad del propio conductor y de todas las otras personas.
Surge aquí, pues, la cuestión ética que ya se ha evidenciado y es que, siendo ahora las multas muchísimo más onerosas, es también mayor el riesgo de corrupción. Esto da suficiente tema para otro escrito, pero no puedo dejar de mencionar que los informes policiales, a la fecha, dan cuenta de más de cuatrocientos (400) infractores de esta ley que han intentado sobornar a los agentes encargados de impartirles los respectivos comparendos.
Mención aparte merecen las airadas reacciones y … digamos poco ortodoxos comportamientos de algunos conductores, particularmente de motocicletas, quienes al verse enfrentados, además de la onerosa sanción, a la retención de su vehículo, han optado por prenderle fuego. Qué les lleva a hacer tal cosa?. Valdría la pena un estudio al respecto.
En todo caso, ya se irán viendo los logros de la ley a medida que avance su puesta en vigencia. Por ahora, concluyo reiterando lo expuesto en el título de este escrito. Es una muy mala decisión conducir bajo el efecto del licor o drogas, ya que se ponen en riesgo la integridad personal y la vida del conductor y de otras personas (que es lo que se busca proteger, obviamente), sino también porque las sanciones económicas son tan altas que pueden llevar a la pérdida del vehículo.
Escritor: JOSÉ MANUEL GARCÍA R.