La creación literaria sigue sujeta a la tensión entre los defensores de la inspiración (cuyos postulados se acercan frecuentemente al idealismo), y aquellos que se inclinan por encontrar métodos y técnicas cercanas a la voluntad de escritura de los individuos. La figura del poeta, cuando ha sido prolífica para la cultura, ha sido descrita a través de nociones como ‘talento’ o ‘genio’, sin que se presentara mayor controversia, en términos de aclarar el origen del influjo escritural.
En su época, Platón expresó la necesidad de expulsar a los poetas de la República, por ser mentirosos. No obstante, en otras oportunidades admitía que debían estar inspirados por una divinidad, a partir de un don otorgado, que era una especie de locura. A esta ambivalencia se suman otras posturas sobre la relación de la sabiduría con la poesía (Vico), o de su proximidad más o menos cercana con la mimesis o imitación de la naturaleza –entre ellos Aristóteles, para quien la poesía es una forma de representación a través del lenguaje.
Como quiera que la vertiente idealista haya enfatizado en las virtudes del genio en la escritura (con las musas o las mujeres, por ejemplo), se pueden contrarrestar estos análisis oponiendo la persona creadora a la obra como tal, pues aquel puede medirse en ella. Detrás de una obra se encuentra una especie de fuerza indeterminada, cuyas capacidades innatas se dejan en entredicho, para encarar las palabras mismas: las estructuras y los recursos composicionales que se han empleado.
Esto último, sin embargo, podría convertir el ejercicio en una mera técnica (véase en Edgar Allan Poe su texto Filosofía de la composición, donde se desglosa su cuento más reconocido en una serie de actos premeditados, pero en el que la acción inmediata de escribir queda en una especie de limbo), siempre que no se desconozca en exceso la importancia de ciertos procedimientos útiles que pueden facilitar la tarea. La temporalidad, las focalizaciones narrativas, la construcción de los personajes, todo ello haría parte de lo que se podría denominar el desarrollo del pensamiento formal en la creación literaria. En efecto, no sería posible concebir una obra con un contenido elaborado claramente, si no se prepara una forma específica que englobe su significatividad y sentido.
Si se agrega ahora el elemento artístico a esta polémica podemos acotar el principio de Bajtín, según el cual el arte pertenece a la cultura. Esto tiene varias implicaciones. El individuo hace parte de ella, del mismo modo que pertenece a la sociedad o a sus creencias: es su sujeto activo. La obra se hace viviente en ese propio lugar común, aunque al desprenderse de su creador éste continúe su devenir individual y, su autoridad sobre la misma sufra transformaciones ulteriores. Ambos movimientos son interdependientes. La actividad de la cultura sería incapaz de determinar de modo absoluto al individuo, del mismo modo que éste es incapaz de ser la cultura en absoluto. Lo que otorga el creador a su obra, es su experiencia. No se puede ir tan lejos con las posibilidades metafísicas del arte.
La dimensión humana estética se constituye en una exigencia a la hora de la lectura pues “debo sentirme a mí mismo en cierta medida como el creador de la forma para poder realizar en general la forma artísticamente valiosa como tal” (Bajtín:66). Esto deslinda algunos límites de la profesión y acerca en la crítica a lectores y escritores, pues sus relaciones aún se hallan desdibujadas. Sería posible afirmar que lo propio de lo literario es tender a excluir de sí, en su sentido estricto, a la esfera filosófica, sociológica, psicológica, cognoscitiva, etc. El rigor que se debe a cada una de estas esferas, incluido lo literario, se debe a su situación en la cultura, la cual por supuesto, evita que haya fronteras demasiado demarcadas, evita los vacíos. Por eso, no se puede eludir la posibilidad de que en sus junturas aparezcan formas simbólicas, ambiguas o híbridas, en algunas oportunidades.
La cuestión de la inspiración no explicaría, finalmente, la razón de que haya autores que valoren más su obra por su valor histórico y no por su valor biográfico. Así lo manifiesta Kierkegaard al decir que “un trabajo completamente acabado no establece ninguna relación con la personalidad poética” (2005:45). También Faulkner, que deseaba “ser anulado en tanto que hombre, suprimido de la historia, no dejar huella alguna, nada más que libros impresos” (Faulkner, citado por Kundera, 1986:158). Y así mismo Bajtín: “hay que dejar de ser uno mismo para entrar en la historia” (29).
BIBLIOGRAFÍA
ARISTÓTELES (1964). La poética. En: El arte poética. Editorial Espasa-Calpe, Madrid.
BAJTÍN, Mijail (1986). El problema del contenido, del material y de la forma en la creación verbal. En: Problemas literarios y estéticos. Editorial Arte y Literatura, La Habana.
GOLDMANN, Lucien (1975). Para una sociología de la novela. Editorial Ayuso, Madrid.
KIERKEGAARD, Sören (2005). De la tragedia. Quadrata ediciones, Buenos Aires.
KUNDERA, Milan (1986). El arte de la novela. Tusquets editores, Barcelona.
LUKÁCS, Georgy (1974). Teoría de la novela. Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires.
Escritor: John James Garzón Henao