En mi opinión, esta perspectiva es fuente de un buen número de problemas mal resueltos, como los que derivan de un considerable esquematismo y de una buena dosis de teleología. Si queremos entender el clima que se. Instaló a partir de 1898 como algo más que un desajuste transitorio dentro de una secuencia «normal»-hay alguna que no lo sea a largo plazo? -, entonces habrá que tomar como punto de referencia no algún supuesto «fin de la historia», sino los procesos que habían llevado al tiempo del «desastre» y aquellas evoluciones que sus coetáneos podían tener como punto de referencia.
De cara al análisis histórico, hay dos factores que me parecen de una gran importancia en el panorama de la investigación sobre la España del ochocientos. Al mismo tiempo, ambos funcionan sobre un telón de fondo problemático. Los dos grandes factores que presenta, con desigual intensidad, la investigación son la configuración de las jerarquías de la sociedad española a raíz del triunfo liberal, por una parte, y la peculiar evolución del «espacio público «a lo largo de la centuria, de otra.
El trasfondo problemático en el que se inscriben los dos procesos es la formación de un Estado nacional español, su grado de cohesión y de obtención de consenso social.
A estas alturas, aunque algunos estudios estiman sobre todo enfocar en exclusiva los aspectos continuistas respecto a las jerarquías del antiguo régimen, esta imagen resulta claramente unilateral. La revolución liberal, como se comprueba cuando se hace
un balance comprensivo, tuvo el efecto de configurar de otra forma las jerarquías influyentes en la sociedad.
Esto, por supuesto, no se puede entender en el sentido de un cambio radical del tipo de sociedad anterior, entendida como un sistema, en la manera de los viejos enfoques que el asimilaban con el paso del feudalismo al capitalismo. No entender la revolución
como el hecho de que cambió todo un modelo nítido de sociedad no implica negar el importante alcance social de aquel decisivo corte político.
Obliga, pero, a definirlo de una manera distinta al supuesto cambio del modo de producción. El triunfo liberal actuó sobre unas sociedades complejas y dinámicas, donde coexistían y se combinaban formas de explotación y estrategias de promoción social, que tanto se definían por el uso del privilegio y el poder señorial como por la intensificación de la propiedad privada y la contratación en el mercado.
El análisis histórico practica un reduccionismo estéril si examina las consecuencias del cambio revolucionario bajo el prisma de clases sociales «puras», configuradas de anticipo por el uso de mecanismos de explotación de tipo feudal o la aspiración previa a imponer un «modelo» capitalista.
De manera muy variable, pero a la vez muy extendida, amplios sectores sociales apoyaban en una combinación de elementos que, más tarde, se codifica como parte de «sistemas» diferentes o, incluso, opuestos.
La revolución liberal operó esta separación, al eliminar una serie de elementos que se oponían, como ocurría con las jurisdicciones señoriales, a la unidad del nuevo concepto de poder soberano del Estado o que tropieza con el principio de la igualdad ante la ley, como era el caso de la exención fiscal y legal de los privilegiados. Este proceso fue acompañado, como sucedió en Francia e Italia pero en contraste con los casos de Inglaterra y Alemania, por una marcada prioridad por la inversión de fortunas en la agricultura.
Esto, en un ambiente mayoritariamente optimista con respecto a la espontaneidad del desarrollo económico, provocó una intensa y precoz mercantilización de la propiedad agraria, acompañada del drástico final de los diezmos (que, además de nutrir la Iglesia, eran una fuente clave de ingresos para muchos señores y para el Estado).
Inevitablemente, toda la operación tenía consecuencias políticas directos en la vida cotidiana. Muchos propietarios resguardados en el mundo del privilegio hacía tiempo perdieron, de repente, las ventajas fiscales y la posición que les daban los vínculos
y los cargos municipales vitalicios o hereditarios. El trasiego, pues, afectaba desde los niveles económicos hasta la visión de un orden supuestamente armonioso y ahorro de la subversión.
Este conjunto de reformas abría posibilidades de ascenso social especialmente novedosas, que se alejaban de los mecanismos graduales que se ofrecían bajo el antiguo régimen Naturalmente, no podían ser igualmente aprovechadas por todos. Abrían el camino, pues, para una renovación de las jerarquías sociales, a partir de la riqueza y la influencia que ella generaba. Esta renovación nutrió una importante y duradera
grieta en la España del siglo XIX, justamente porque los perfiles de la transformación llevada a cabo no eran inequívocos.
No era nada evidente para todos que lo que se hizo en la primera mitad del ochocientos en España fuera una operación claramente «antifeudal», dirigida a eliminar sólo instituciones abiertamente obsoletas. Justamente esto reforzaba la entidad de la querella y su proyección para el futuro. Conviene subrayar que la defensa antiliberal del antiguo régimen no se adscribir a la reivindicación estrecha del poder de los señores o
la Iglesia.
El eje retóricamente invocado por los movimientos contrarios al liberalismo apoyaba más bien, de manera explícita, en la combinación de nobleza, Iglesia y grandes propietarios, amalgama social que mostró capacidad movilizadora a determinados lugares. Desde el P. Alvarado, ya en la época de las Cortes de Cádiz, hasta el carlista fray Magí Ferrer, en la década de 1840, el absolutismo real se veía como la mejor fórmula política.
Autor: Wang Jung