Con el fin de defender un orden justo y estable, sostenido por la integración
de eclesiásticos, nobles y grandes propietarios, sobre todo los bien establecidos antes del trasiego promovido por la revolución. Pronto, de hecho, alzaron voces que rechazaron lo que consideraban la alteración ilegítima de muchas categorías respetables. Puede ser un ejemplo la opinión del marqués de Valle Santoro cuando, en la década de 1830, consideraba que la soberanía residía en realidad en la propiedad particular, la cual estaría protegida por «la ley sabía e indispensable de la prescripciones».
De paso, anunciaba que un régimen que no respetaba la propiedad existente en un momento dado hacía el mayor de los daños posibles contra el progreso económico en el futuro.
La intensa remodelación de la sociedad de la España liberal quedaba, por tanto, bajo el fuego de los argumentos que muy temprano había avanzado el liberal Edmund Burke contra la Revolución francesa. En el momento del «desastre» del 98 todavía estaba reciente la condena enérgica de Menéndez Pelayo-él mismo leal a Cánovas del Castillo-, quien invocaba Burke contra «El inmenso latrocinio» desatado, sucesivamente, por Godoy, Mendizábal y Madoz: «¿Qué propiedad colectiva será respetable si ésta no lo es? ¿Ni qué propiedad privada pudo tenerse por segura el día que el Gobierno levante la mano incautadora a los Bienes dotal de las esposas de Jesucristo? «.
Esta sombra de deslegitimación no era sólo retórica. Como se comprueba en diferentes lugares, la clase de gente que aprovechó los canales abiertos por el liberalismo, identificando- activamente con él, constituyó durante décadas o generaciones un núcleo especialmente definible entre el personal político y en buena parte de la vida pública y asociativa. El «cierre de filas «de las clases propietarias no fue completo ni estable en la época de la burguesía.
Clausurar la revolución no significaba cerrar cómodamente las grietas abiertas entre
los recientemente configurados filas de las «clases medias». Estas divergencias sociales eran especialmente significativas en el panorama de la formación del Estado, debido a que poca cosa aprovechable quedaba del viejo centralismo heredado de la Monarquía absoluta. Sus mecanismos básicos habían hundido o habían desaparecido.
Desde la década de 1840, había que edificar uno nuevo, sobre el trasfondo de unas capas «respetables» de trayectorias bastante opuestas. Para un universo ideológico como el de la burguesía del ochocientos, inclinado a definir de manera única los valores respetables, esto era un problema nada secundario.
El nuevo Estado centralista nacido de la revolución debía apoyarse en la colaboración de grupos sociales de procedencias y orientaciones diferentes. De manera reiterada, no fue fácil definir los límites de las capas respetables, con capacidad para intervenir de manera autónoma en la vida política. Por un lado, para sectores influyentes
la clausura de la revolución hacía necesario integrar el todo aquellos grupos que habían apoyado al carlismo, que para ellos eran parte integrante de la respetabilidad y del buen criterio burgués.
Por otra parte, hasta 1875 fue muy importante el papel de una burguesía periódicamente inclinada a agitar el calor de la politización popular en sus disputas con el dirigismo conservador. Entre 1840 y el asentamiento de la Restauración estas brechas se reabrieron con fuerza ahora de cuando en cuando.
El pesimismo del 98 se proyectaba, pues, sobre dos décadas en que se había ensayado una solución aparente a este estado de cosas. Fue, en efecto, después de liquidar la experiencia revolucionaria del Sexenio (1868-1874) cuando la estabilidad política pudo coronar una configuración de la sociedad española que ya tenía cerca de un tercio de siglo. La vida política del turno consagró la aceptación de las renovadas jerarquías sociales y aceptó el ejercicio político del que se decía su influencia social.
El mundo de la Restauración no apoyaba sistemáticamente en la misma clase de gente que había dominado el poder durante la mayor parte del reinado de Isabel II. Cuando Cánovas se jactaba de haber restaurado la monarquía con republicanos sólo exageraba moderadamente. En realidad, el edificio político trazado por el político malagueño descansaba en el hecho reconocer posiciones muy importantes a gente de clara tradición progresista y, incluso, republicana.
La imagen de una inequívoca provincia rural, como Huesca, en manos de la red política de un republicano, reinstalado en el liberalismo oficial, como Gamo, el ascenso a la «tranquilla» Gandía del liberal Sinibaldo Gutiérrez o un viejo feudo de carlistas y moderados duros, como Orihuela, entregada al dominio estable de Ruiz Capdepón-un liberal de la órbita de Sagasta y Canalejas-eran indicios de una amplia transacción entre ámbitos de influencia que, por fin, se reconocían mutuamente.
Del mismo modo, el sistema no era la reedición de un caciquismo de patrón único. Con el tiempo, su práctica abrir paso sobre todo a los políticos profesionales, producto de la habilidad y la calificación, en detrimento del simple protagonismo de la riqueza y sus resortes coactivos, que se mostraron mayoritariamente en retirada desde la reintroducción del sufragio universal masculino, en 1891.
De hecho, la imbricación con la tan criticada «vieja política» caciquista por parte de los intereses más dinámicos del nuevo capitalismo español funcionó de manera bastante eficaz hacia el cambio de siglo. Esta consolidación política de la nueva configuración social nacida del liberalismo se hizo, sin embargo, sobre determinadas premisas en cuanto al desarrollo de la opinión pública.
Autor: Wang Jung
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