En el caso español el mecanismo del turno programado, sin competencia para ganar un electorado real, tenía efectos directos de signo desmovilizador, reforzados si era por una concepción militarista del orden público. Era un ejemplo contundente la falta de iniciativa movilizadora de los dos partidos del sistema durante los meses de guerra contra los Estados Unidos. Los españoles eran reiteradamente invitados, se podría decir, a no ejercer como ciudadanos, sino a delegar en una clase política plural y pactista.
El único mecanismo de legitimación de esta clase política debía ser el fomento del clientelismo y la eficacia en la defensa de reales o imaginarios intereses locales. La identidad castellanista de España asumida por canovista no era sólo de tipo tradicional y retrospectivo, sino que ponía hincapié en el pesimismo que derivaba de su visión de la
secular decadencia española. En el campo de los planteamientos nacionalizador-en abierto contraste con la Francia republicana o la Alemania del II Reich-, no tenía gran cosa ofrecer este tipo de política liberal.
La ola de localismo que se abatió sobre la política española no se puede atribuir
de manera directa a una herencia inmóvil del pasado. Probablemente, era un producto reforzado o inducido por los mecanismos políticos que habían consolidado la intensa renovación de la sociedad española de la segunda mitad del ochocientos.
El consenso para reducir de manera estable el margen de la opinión pública disponía de importantes precedentes. Estos predisponían que la alternativa más fácil para el colapso del liberalismo no democrático fuera un autoritarismo con escasas raíces populares. El pensamiento realista y carlista había insistido en la tutela de la opinión pública.
Este era un criterio al que se mostraban receptivos aquellos políticos que podían hacer de puente en el proyecto de cerrar la dramática brecha abierta con los carlistas. Jaume Balmes valoraba de manera muy negativa la autonomía del individuo respecto a la autoridad, lo que se había introducido a partir de la crisis del antiguo régimen. Donoso
Cortés, para quien la libertad había hecho ya todo lo necesario a mediados de 1840, estaba convencido de que convenía limitar la esfera pública a determinados temas y sectores de la buena sociedad, en absoluto identificables con la generalidad del pueblo.
En caso contrario, si se persistía en tratar los problemas inevitables que afectaban a los sectores populares, había advertido el 1839, estaba provocando riesgos imprevisibles: había que aprovechar el hecho de que «las muchedumbres duermes Todavía el sueño de la inocencia «. La perspectiva de Donoso-quien ya había pedido a Fernando VII que reconociera el peso político de las «clases medias «- puede representar la de sectores nacidos de la remodelación liberal de la sociedad.
El mismo mostraba la fórmula de Alcalá Galiano, en 1843, cuando legitimaba un poder político excepcional para asegurar «las conquistara la revolución», sobre todo cuando la inestabilidad política se imponía y hacía imposible el gobierno de un Estado de derecho.
Bajo elementos liberales significativos, el pluralismo de la alternancia y el juego de unas Cortes que «compartían» soberanía con el rey, la Restauración practicó una reducción del ámbito de la ciudadanía. Las prevenciones contra la figura de la multitud en el espacio público, el acuerdo para esquivar la competencia electoral y la aceptación de que las disparidades sociales eran una ley natural conducían a reemplazar la ciudadanía por clientelismo caciquista y la identificación local.
Pero todo esto no se puede atribuir al supuesto triunfo de las fuerzas conservadoras o del inmobilisme cultural de la España del ochocientos. Muy buena parte de la tradición progresista, y toda la democrática, del liberalismo español-como bien lo muestran los casos de Sagasta, Moret o Romanones-, van a reelaborar ahora su ideario. Básicamente, esta «izquierda» del régimen coincidía en que las fórmulas políticas liberales consistían sobre todo en el pluralismo y la alternancia, elementos que sólo eran viables en España bajo el dirigismo de la clase política y la sumisión popular. A efectos prácticos, el horizonte democrático se situaba a menudo en el pasado y adquiría entre muchos de ellos el carácter de un experimento ya gastado.
En contraste con la antigua perspectiva progresista, ahora un especial elitismo político había consolidado en los sectores liberales del régimen, legitimados por su conversión al positivismo. Si peligraba esta premisa, la tradición liberal podía encontrar preferible un poder autoritario, siempre que no agranara el conjunto del personal político establecido.
Un repaso a los cacicazgos estables, independientes del favor del gobierno, muestra hasta qué punto eran, a principios del siglo XX, los segmentos liberales los que mostraban más habilidad para ganar el consenso oligárquico y, al mismo tiempo, los más afectados por una dinámica que bloqueaba la evolución hacia la democracia.
La aceptación por todos los sectores burgueses de las escalas establecidas de la desigualdad social-como un «hecho natural e inevitable» – no suministrar entonces toda la cohesión que hacía falta. A largo plazo, el efecto integrador de este pacto opuesto a la autonomía de la opinión pública se vio contrarrestado por la inhibición – inducida-de la ciudadanía y sus repercusiones negativas sobre la eficacia del Estado en los nuevos tiempos de finales de siglo.
Maura, en una línea comparable al que había hecho años antes Menéndez Pelayo, reconocía la amplia movilidad experimentada por la sociedad española contemporánea. «Aquí no hay jerarquías sociales «, afirmaba pocos años después del «Desastre», «la sociedad española es la más lana, más igual, menos articulada, con menos nervaduras naturales que hay en Europa. No hay más que pueblo».
Autor: Wang Jung
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