LA TAPADA LIMEÑA, PROBLEMÁTICA SENSUALIDAD

Su sensual figura misteriosa se ha apropiado de toda una época, aunque ella tan solo fue una manifestación minoritaria. La mujer recatada de la Colonia, aquella de rostro descubierto y modosos gestos, ha caído en el olvido, mientras que la voluptuosa tapada se yergue sobre ella como único emblema femenino de la Lima virreinal.

Su misteriosa apariencia fue objeto de cuestionamientos, desde un inicio. Llevaba una saya y un manto negro con el que cubría su rostro, dejando ver tan solo un gran ojo de mirada penetrante. La saya oscura cubría sus caderas ciñéndose al contorno de su cuerpo; era una falda demasiada alta para la época, pues al sentarse en los bancos de los parques la prenda apenas cubría las rodillas. Además, dejaba ver los tobillos desnudos y delataba la sensualidad de los pies pequeños, atracción femenina para los hombres de la época.

Pero el vestir de esta mujer no fue una novedad para los espíritus cosmopolitas de la época. Las mujeres musulmanas y judías de antaño ya acostumbraban a llevar manto y saya. Sin embargo, mientras que estas se tapaban en sentido de sumisión y fidelidad para sus maridos, las tapadas limeñas encontraron en el manto un sentido lujurioso de encanto y seducción. Su coquetería insinuaba una invitación al juego prohibido en la sociedad machista colonial. A los pocos años de aparecer este exótico traje, el número de tapadas fue creciendo rápidamente y cada vez más mujeres de la ciudad se atrevían a salir con el manto y la saya de la lascivia.

Sus apariciones fueron tornándose más preocupantes contra el resguardo del pudor. Se les veía meneando su cadera por la alameda, otras veces por los mercados, en otras ocasiones ingresando a misa y acompañando las solemnes procesiones de la Iglesia. Su crecimiento amenazaba la tranquilidad pública de tal forma que el virrey de Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros intentó prohibirla a comienzos del siglo XVII, pero no pudo contra ella, y a manera de capitulación le escribe a su sucesor: “Y como que he visto que cada uno (de los maridos), no puede con la suya, he desconfiado de poder con tantas. (El Comercio, 4 de mayo de 1839). (1)

Su número fue incrementándose y ni aún las leyes más draconianas pudieron derribar esta atrevida costumbre. En 1624, años después del primer intento de prohibición, el virrey Guadagalcázar dictó una pragmática más severa para abolir el uso del manto. En ella se decretaba: “las que contravinieran esta prohibición, pierda el manto con que se taparen, además de eso, las condeno en sesenta pesos y a diez días de cárcel […] si fuera mujer noble […] y si las tales tapadas fueren negras o mulatas o mestizas han de tener la misma pena pecuniaria y del manto y treinta días de cárcel”. (2)

La Iglesia, por su parte, más escandalizada por las costumbres de estas mujeres, emitió leyes para regular esta práctica. El Concilio de Lima de 1633 prohibió el uso del manto durante la celebración del Corpus Christi y la Semana Santa. De esta manera la tapada fue proscrita de las actividades religiosas, pero no de la vida pública civil donde la costumbre prevaleció hasta la primera mitad del siglo XIX, momento en el que se dio el afianzamiento femenino de las modas francesas en el vestir. A la tapada ya no se le vio más en las calles, pero dejó una estela imborrable en el imaginario limeño.

NOTAS:
(1) DEL ÁGUILA PERALTA, Alicia. Los velos y las pieles: cuerpo, género y reordenamiento social en el Perú. IEP Ediciones. Lima, Perú; pág. 130.

(2) DENEGRI, Francesca. El abanico y la cigarrera: la primera generación de mujeres ilustradas en el Perú. IEP Ediciones; Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán, 2004. Lima, Perú; pág. 83.

Escritor: Abelardo Pérez Mejía