A veces a algunas personas les da por preguntarme quién es el amor de mi vida. Como si fuese sencillo decidirlo. El amor de mi vida pueden serlo mi hermana pequeña, mi sobrina mayor, mi madre, mi marido… El amor de la vida de alguien no es un ente concreto que se imponga como una joroba y no pueda uno despegárselo de la espalda. El amor de la vida de alguien se decide con el tiempo y según las circunstancias y los afectos… y los años de la vida.
Pero si alguien me preguntase hoy quién es el amor de mi vida quizás, hoy, diría que es el hombre que más he querido desde siempre: mi abuelo. Mi abuelo, que cumplirá 90 años en quince días. Porque mi abuelo fue quien me construyó una pizarra de madera para que pudiese jugar a enseñar las letras y las ecuaciones a mis alumnos imaginarios. Esa pizarra, por cierto, que heredó mi hermana y con la que ahora juega mi sobrina, esa que podría ser el amor quien me permitía jugar a catar las uvas para comprobar si eran adecuadas para vendimiar. Porque mi abuelo me daba caramelos cuando llegaba de su trabajo y me contaba cuentos las tardes de siesta. Porque mi abuelo creyó que se moría cuando me mudé a 1.200 km.
De casa, y yo creí morirme porque él sufría. Mi abuelo me cuenta historias de cuando la guerra y yo grabo su voz en el teléfono. Me ha dicho que se casó con mi abuela un 27 de abril, y yo cuento con los dedos los años que hace de eso, y veo pasar toda su vida en sus manos cuando las sujeto con las mías para preguntarle, en susurros que ella pueda oír, cómo es posible que la haya aguantado tantos años. Y mi abuela sonríe y me responde que eso debería habérselo preguntado a ella.
Mi abuelo no sabe que me enseña a vivir soportando la incertidumbre y las dudas de esta época que vivimos cuando me relata, como en una novela decimonónica, los años de su vida. Desconoce también que observo en su cara las ganas de irse ahora que se está quedando sin amigos. Mi abuelo no se imagina que eso, saber que quiere irse, es quizás la razón por la que no dejamos de asombrarnos de lo mucho que se parece su pequeño bisnieto a él. Quizás no sea tanto el parecido. Quizás simplemente sea que nos parece que tiene sus ojos, que la sonrisa es también la suya, que suyo es el apetito que le acosa todo el rato a este pequeño Carpanta; que las manos y los deditos tienen la misma forma. Quizás simplemente queremos creer que va a seguir de alguna manera cuando se vaya. Quizás simplemente jugamos a ser dioses o científicos manipulando la genética. Quizás tan solo sea que ya nos estamos anticipando a echarle de menos.
Hablé de mi sobrina antes. No dejo de hacerlo nunca, soy consciente. Mi sobrina. Mi hermana. Mi abuelo. Como si no existiesen más afectos importantes. Mi sobrina. La veo con mi padre, su abuelo, el padre de su padre, y observo en ella el mismo grado de adoración por él que el que yo siento por mi abuelo. Y me pregunto si esto es algo que se transmite por el ejemplo o si, simplemente, existe una ley no escrita, inmutablemente familiar, por la cual los abuelos acaparan todo el amor de sus nietas. ¿Sucede lo mismo con los nietos y las abuelas? O quizá sea porque su abuelo también le ha fabricado un columpio de madera que le ha colgado de las cepas de la vid (la higuera se podó hace más de 30 años) Tal vez porque, como no jugó con nosotros jamás, se dedica a ser constructor de altas torres con bloques de colores. O a barrer la casita imaginaria siguiendo las instrucciones que ella le da. O porque le cuenta cuentos antes de dormir la siesta, o porque ha calmado sus llantos de heridas, o porque le ha enseñado a andar en bicicleta, o porque le deja cambiar las frecuencias de la emisora de radio del coche.
Quizá no exista ninguna ley no escrita que diga que las nietas deben amar a sus abuelos por encima de todo. Tal vez lo que sucede es que los abuelos aman a sus nietas, y especialmente cuando son las primeras nietas, por encima de todo. Por encima de miedos y reparos, o de pudores y de una educación emocionalmente estricta. Tal vez lo que pase es que los abuelos de la generación del mío, o de la del abuelo de mi sobrina, pueden hacer con sus nietas lo que no pudieron con sus hijas: jugar, reír y gritar; saltar y bailar; soñar con castillos y dragones; soñar. El amor de mi vida no es uno; son varios. Pero mi abuelo es el primero. Desde mi primer recuerdo.
Escritor: Anabel Bugarin