Modernismos y música

El período modernista fue para la música, como para las otras artes, una fiesta de creatividad de objetos y de instituciones. En el campo musical, significó la institucionalización del concierto, como hecho social y musical de perfil alto, de manos de gente formada en el extranjero como Joan Casamitjana (1805-1881) o A. Nicolás (1858-1933), creador de la Sociedad Catalana de Conciertos (1892-1897) y los Conciertos Nicolau (1896-1898) y director en ocasiones memorables como la del estreno de las nueve sinfonías de Beethoven en el Liceu (1900), en el contexto los conciertos de Cuaresma del Liceo, que habían arrancado en 1843 y que, tras los intentos institucionalizador de los años 1880-1883, en 1886 alcanzaron uno de los momentos culminantes con el estreno de La Damnation de Faust de Berlioz, dirigida por Antoni Nicolau.[1]

Hay, también, mencionar la visita de la Sociedad de Conciertos de Madrid en 1891, la creación de la Sociedad Catalana de Conciertos en 1892, primero dirigida por Antoni Nicolau, después por Mathieu Crickboom, y convertida en 1897 en Sociedad Filarmónica de Barcelona, ​​la creación de la Orquesta Filarmónica de Barcelona en 1907, los conciertos de inauguración del Palacio en 1908 y la vitalidad sinfónica del AMdB.

Así se fue instaurando el consumo del sinfonismo de procedencia beethoveniana, así como la aproximación a los otros autores germánicos del género como Schumann, Mendelssohn, Brahms, Bruckner y Mahler, acompañados siempre por manifiestos en los programas y en los textos de la crítica, que ponían en claro la conciencia del proceso en que se estaba entrando. Consecuencia de ello fue la exportación de la actividad institucionalizador a muchas otras ciudades del entorno, como Sabadell, a partir de 1920, promovida por la Liga de Asociaciones Musicales.[2]

La dificultad de algunas de estas instituciones para encarar la interpretación de música que exigía la presencia de un grupo numeroso y preparado como la orquesta sinfónica fue solucionada de diferentes maneras, para hacer posible el modelo instaurados al que se aspiraba.

El principal foco de consumo musical seguía siendo el mundo lírico, centrado ntorno de la ópera (Liceo y otros teatros ocasionales) y la zarzuela castellana o «Género chico», que en aquellos años había ofrecido algunas de las producciones de mayor relieve como El dúo de la Africana (1893), La verbena de la Paloma 1894), El baile de Luis Alonso (1896), Agua, azucarillos y aguardiente, La boda de Luis Alonso, La revoltosa (1897) o Gigantes y cabezudos (1898).

En el caso de la ópera, continuaba dominando el repertorio italiano, pero desde 1882 había llegado Wagner (Lohengrin en el Teatro Principal -1883 en el Liceo-, seguido de Der Fliegende Holländer -1885 en el Liceu-y Tannhäuser -1887 al Liceo-) que iba apareciendo de vez en cuando, acompañado en su lucha contra el repertorio italiano de algunas producciones francesas ocasionales.

En cuanto a la ópera, el proceso era muy claro: había del todo hacer habituales entre los aficionados las óperas de Wagner, y hacerlo con el rigor interpretativo que este autor reclamaba en sus textos y en la tradición articulada a partir del teatro de Bayreuth. El efecto temprano de la Sociedad Wagner y de los escritos y prédicas de Joaquim Marsillach y el Dr.. Letamendi, los consejos de Pedrell y las contundentes actuaciones del pequeño pero rebelde grupo de modernistas denominados «Paqueñus »[3]