Hasta que leí Solitud, de Caterina Albert, conocía a dos quijotes: Don Quijote de La Mancha y Don Miguel de Unamuno, personaje éste último de “menos papel” que el cervantino, aunque derramado de manera especial en Manuel Bueno, protagonista de San Manuel Bueno, mártir. Y recuerdo la gran sorpresa de hallar un nuevo donquijote en el drama rural (no podía tratarse de comedia, claro): Don Quijote III, ELPASTOR. ¡Nuevamente genial del todo! Y único, como sus “hermanos”.
Encontráronse en aquel instante frente a frente tres quijotes, cuya pervivencia nos alcanza en este tiempo sin tiempo que habitamos:
Tres personajes muertos:
Alonso Quijano,
Don Manuel,
Gaietá.
Tres personajes vivos:
Don Quijote de La Mancha,
Don Quijote II, el párroco mártir,
Don Quijote III, el pastor.
¿Y qué conecta más allá del espacio y el tiempo a nuestros tres donquijotes?, ¿dónde resuena la melodía que sintonizan? La profundidad más cierta del Quijotismo auténtico radica en buscar, en seguir buscando sin desfallecer esa Verdad hasta ahora desconocida que dé sentido a la vida, a la existencia humana. Esto y no otra cosa es ser donquijote. Siempre enormes interrogantes. ¿Dónde está la gran respuesta? Si se consigue la fortuna de encontrarla -como sucedió a dos de nuestros tres quijotes-, se alcanza la plenitud del Quijotismo: vivir esa Verdad al máximo porque se cree en ella, aunque se corra el riesgo (y la dicha) de pasar por la hermosa locura ante los sordos bachilleres, curas y barberos.
Unamuno, el hombre agónico, decía: “El problema de saber si he de morirme o no definitivamente es el punto de partida fundamental de toda filosofía”. Y concentrado en la reflexión de este problema capital, quedó encarcelado en ella, sin poder jamás llegar a una solución. Todavía continúan batallando fe y razón, si bien es cierto que descubrimos nuevos aires que acercan aparentes distancias.
Pero retomando los que ahora nos atañe, la alternativa quijotesca puede interpretarse de alguna manera como una tentativa de vivir la literatura. Don Quijote se empeña en que la totalidad de ese mundo fabuloso tenga que ser parte de su experiencia. “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros”.
Y en este trasunto confluye con nuestro pastor, pues llegaron muy lejos nuestros queridos caballeros: se esforzaron por abandonar su existencia temporal e histórica para vivir en la región enrarecida de la poesía. Trataron de transformar su vida en arte. Ésta es su gran hazaña. Son así estos donquijotes unos verdaderos artistas: para imitar los libros de caballería, para captar el Espíritu de esa Montaña en cuya Cruz , punto más alto del Cimalt, se unen la tierra y el cielo… se sirven de la acción y de la palabra. Se trata de un arte también de acción, aunque sea locura. Ya la idea de traer el arte a los asuntos del vivir era propia de la época cervantina, que conocía El Cortesano de Castiglione, y en la cual se afirmaba que la vida del perfecto cortesano debía ser una verdadera obra de arte.
Desgraciadamente, Don Quijote de La Mancha es un mal artista, un artista frustrado: sobrevalora sus capacidades y subestima la naturaleza especialmente incontrolable de su material, que es la vida misma. De ahí que pueda llevar a cabo una controvertida parodia cómica. Cervantes, pues, incluye dos mundos en su obra: el de las apariencias externas y el de la imaginación. A éste último se aferraron nuestros quijotes como único asidero, pasando a confundirse en ellos lo imaginario con lo real. Solo la fantasía podía sostenerlos en pie. Y en efecto, nuestro vasco-salmantino Don Quijote nunca alcanzó la fe. Quiso creer y ésa fue la lucha de toda su vida: que Dios fuera para poder ser él. Pero irremediablemente se estampó en la “doctrina de la feliz incertidumbre” -¿feliz?-, trágica y a la vez única posible salida al gran problema existencial. Es el no estar seguro de nada. Es posible que Dios no exista…, ¡pero también lo es que sí exista! ¿Quién sabe…?
Y en este momento, coetáneo del Quijote de Valverde de Lucerna, aparece Don Quijote de la Montaña, para proclamar a los cuatro vientos entre los Roquedales la respuesta que no alcanza su compañero. El pastor sentía en el aire que respiraba la Palabra de Dios y la descubría hablándole desde dentro de él mismo, en lo más íntimo de su honda vena, en el abrigo de su cálido corazón. No era hombre de letras nuestro pastor -ni de ciencias-. Él aprendió a leer en la Montaña y en el hombre mismo, en el gran libro de la vida, adornada por él de amor y sencillez, en medio de las ferocidades de los Ánimas y de las apatías de los Matías. Y solo su extraña y maravillosa intuición, su “santa convicción” le decía que no podía tratarse de otra “Voz”.
Al leer Solitud me rebelé contra la muerte de Gaietá, el pastor, y lo que ésta supuso. Ojalá la poesía sea en verdad expresión ontológica en la palabra… Tampoco es cuestión de soñar, imaginar y dar realidad a la fantasía. No se trata de eso. Solo consiste en observar cómo al hombre -y más si es un donquijote de los pies a la cabeza- le duele el misterio.
Y es que… le va la vida en ello.
Escritor: Victoria Nájera