En medio del bullicio normal de cada día, en el edificio de bachillerato de un colegio al sur de la ciudad, se encontraba la niña Patiño, esta niña era un ser con grandes contrastes sumamente marcados; por un lado, era muy sensible, en ocasiones se le veía llorando, pero otras veces gritaba y se mostraba hiperactiva, en otros momentos era un poco agresiva y solía contestar mal, tanto a sus compañeros como a sus profesores. Sin embargo, el oficio de algunos docentes era tan rutinario y tan inafectable que no distinguían si faltaba un alumno, quién era este, por qué había faltado. No obstante, algunos profesores sí lo notaban, pero igualmente hacían caso omiso ante cualquier cambio, tal vez pensaban – ¿Igual, qué puedo hacer? – …
Era así como el caso de la niña Patiño era insignificante para casi todos, tanto que las mismas trabajadoras sociales le decían a los pocos docentes que intentaron hacer algo: -¡Eso deje así!… ¡esa niña no dice nada!… ¡no podemos hacer nada!… -, entre otras cosas soeces que mencionaban. Sin embargo, un día, en una de las clases del jueves, un docente que acababa de ingresar a la institución, que quizá no tenía el prejuicio y los preconceptos de algunos que en su mayoría llevaban más de 15 ó 20 años en la institución, se dejó afectar por la imagen de la niña Patiño, quien lloraba sutilmente mientras encogía sus piernas y las abrazaba en postura fetal, como ese abrazo que tanto anhelaba. Este docente inmediatamente vio esa imagen, empezó a realizar un taller en grupo, para que de un modo tenue, pudiese hablar fuera del salón con la niña.
Ya fuera del salón, le preguntó el profesor a la niña, a esa niña que supuestamente no contaba nada a nadie: – ¿Qué te sucede? -, a lo que ella respondió: – Llevo un año triste – – ¿Por qué? – – Mis padres se gritan, se golpean, sobre todo mi papá le pega a mi mamá, y cuando trato de defender a mi mamá, ella misma me regaña y me dice que no me meta -.
Esta niña duró aproximadamente 15 minutos contándole lo cruel que era su vida a aquel docente, que lo único que hizo fue ser un poco humano y dejarse afectar por lo que sentía. Este joven docente de solo 25 años, duró meditando casi una semana, pensando en por qué razón a él le había contado lo que a nadie le había contado, quizá sus ojos albergaban comprensión, tal vez no la vio como algunos, como simples catecúmenos, en la perspectiva de Lambruschini, G (2006), donde ve el catecúmeno como un repetidor, un catequizado que simplemente repite la voz ajena, mientras que este docente, la vio como un ser en su infinitud y totalidad, como alguien que merece mucho más que teorías y operaciones algebraicas, porque ella cambiaria todo eso por un poco de amor y comprensión, por sentir que es valorada por su diferencia, por su inquietud, como lo dice Bárcena y Mèlich, (2000, 160), “Acoger al otro en la enseñanza… es acoger lo que me trasciende y lo que me supera; lo que supera la capacidad de mi yo y me obliga a salir de él, (de mi yo), de un mundo centrado en mí mismo, para recibirlo”
Todos estos principios que van de la mano de la experiencia, entendiéndola como eso que me pasa y no como lo que pasa, es una de las bases para superar algunos de nuestros problemas actuales en la docencia, y es aquí donde pretendo hacer hincapié, teniendo en cuenta ese principio de alteridad al que se refiere Larrosa, J. Y Skliar, C. (2009,15), cuando menciona que “eso que me pasa tiene que ser otra cosa que yo. No otro yo, u otro como yo, sino otra cosa que yo”.
Y es que definitivamente eso que me pasa tiene que ver con estos principios, y teniendo en cuenta al otro como totalmente otro y sintiendo ese acontecimiento desde adentro como experiencia, no como algo perpetuo que corre y pasa y no se detiene, sino como eso que me hizo vivir la experiencia, como eso que me afectó, que me hizo acoger al otro, que me hizo vivir el acontecimiento aun siendo ajeno a mí, pero al mismo tiempo haciéndose parte de mi experiencia porque realmente me pasó, me afectó y no simplemente pasó, mucho más en el camino de ¿qué me pasó?, que es igual a experiencia pura.
De esta manera, es decir, por medio de mi experiencia, pude ver en lo que me pasaba, un acontecimiento distinto, un espacio para acoger al otro, un camino de enriquecimiento mutuo que se alejaba por completo de ese escenario frio y seco, ese escenario que se da cuando no nos dejamos afectar por lo vivido, cuando ejercemos de manera mecánica nuestra privilegiada labor, esa sensación de frialdad que existe cuando no hay alguna relación humana entre docentes y estudiantes, cuando ni siquiera nos damos cuenta que hay alguien allí esperando una palabra de aliento, de comprensión, y que seguramente valora más esas enseñanzas en la experiencia de lo vivido, que una suma constante de datos que algunas veces no tienen una funcionalidad y aplicabilidad, en contextos donde educar debería ser en mayor medida acoger y orientar. Aunque no siempre podamos aportar algo a quien lo necesita, por lo menos lo podemos ver con un poco de responsabilidad, aunque no necesariamente tengamos que asumir una posición, o solucionar cientos de problemas que se evidencian a diario en las escuelas, es simplemente entender que en frente de nosotros hay seres y no objetos, seres que necesitan de nuestra conciencia y responsabilidad, como bien lo decía Lévinas,(2000,80) “Desde el momento en que el otro me mira, yo soy responsable de él sin ni siquiera tener que tomar responsabilidades en relación con él; su responsabilidad me incumbe. Es una responsabilidad que va más allá de lo que yo hago”.
Escritor: Jairo Timarán Marín